Éramos unos poetas muertos de hambre que andábamos de taguara en taguara, de ésas con aserrín en el piso para controlar el chapoteo de la derramada cerveza de barril, echándonos los tragos y jugando con los cadáveres exquisitos del surrealismo francés, es decir, escribiendo una frase cada uno para luego leerlas siguiendo el orden en el que se recibían.
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