Gail Borden: Conozca la travesía del creador de la leche condensada

El lento velero que hacía rumbo a Nueva York se balanceaba en medio del fuerte oleaje. Ese día de 1851 paseaba por la cubierta un tejano de 50 años de edad, Gail Borden, que volvía de la Feria Mundial de Londres, donde había ganado una medalla de oro con su invento, un bizcocho de carne conservada. Dos lúgubres sonidos herían sus oídos: los débiles mugidos de las vacas que en las bóvedas sufrían los efectos del mareo, y los gemidos de los nenés inmigrantes de los camarotes de tercera.

Esta es la historia de Gail Borden y de lo que hizo para asegurar la pureza de la leche

Gail Borden, creador de la leche condensada
Gail Borden, creador de la leche condensada

Acremente increpó Borden al capitán. ¿Pos qué no tenían esos niños la leche por la que clamaban con su llanto?.

El capitán soltó la risa. ¿No sabía el señor Borden que las vacas no dan leche cuando están mareadas? Bueno, dijo Borden, entonces deberían darles leche conservada. También tenía el capitán una respuesta para esa observación. ¿No sabía el señor Borden que no existía ninguna forma de leche conservada, por lo menos ninguna que no hiciera a una persona preferir el sufrimiento del hambre al de beberla?.

En ese instante (una generación antes de los descubrimientos del gran Pasteur) Borden decidió buscar una forma de proporcionar al mundo leche conservada.

También si bizcocho de carne había nacido de un impulso humanitario. Después de haberse descubierto oro en California, Borden había visto salir de Tejas las galeras en largo viaje hacia el Oeste; había oído relatos horrendos sobre el hambre en el desierto. Pensó que tal vez podría empacarse en forma concentrada la barata y nutritiva carne de las vacas de Tejas para que no se echara a perder. En el cobertizo de su corral redujo la carne por medio de la cocción hasta obtener un rico extracto al que agregó harina, desecó la mezcla y finalmente obtuvo su bizcocho de carne. Un trozo de un kilo conservaba al extracto concentrado de cinco kilos de carne de vaca.

Borden construyó una fábrica con capacidad para encontrar tres mil kilos de carne diariamente. Las perspectivas eran brillantes: un afamado explorador polar llevó consigo algunos de los bizcochos en una expedición. Después se envió otro pequeño cargamento a la enfermera Florencia Nightingale, que estaba en el teatro de la guerra de Crimea.

No obstante sus menguados fondos, Borden soñaba con ampliar sus actividades en el orden internacional, y pidió dinero prestado para llevar su bizcocho de carne a la feria de Londres. De ella volvía a su hogar con una medalla de oro, pero sin pedidos. Al desembarcar en Nueva York recibió un golpe demoledor: una junta de oficiales del ejército había puesto a prueba su bizcocho de carne. El dictámen decía que era «no solamente de sabor muy desagradable» sino que también producía «dolores de cabeza y náuseas».

Los acreedores lo acosaron. Borden envió a sus cuatro hijos, huérfanos de madre, a una colonia de religiosos, mientras él mismo, sin un centavo, vivía en un sótano de Brooklyn. Desesperado, «oró con todas sus fuerzas». «Mi firme confianza en Dios», dicen sus cartas, «es lo que principalmente me sostiene». Y agregaba: «Pero esto no significa que yo dude del triunfo».

Trabajando en su «laboratorio» del sótano de Brooklyn, Borden echó cuatro litros de leche en una cacerola abierta y la puso a hervir hasta que se evaporó el agua y quedó solo un litro. La sustancia oscura que quedó tenía el sabor de melaza chamuscada. La arrojó disgustado.

Un día, mientras visitaba a sus hijos en la colonia, observó que los cocineros hervían las frutas para conservas en una «olla al vacío», que era un tanque esférico del cual se había extraído la mayor parte del aire mediante una bomba neumática. Todos los líquidos hierven a temperaturas inferiores cuando se reduce la presión del aire que los rodea.

Esto condujo a Borden a un descubrimiento estimulante: en un recipiente al vacío la leche hervía a 58ºC en lugar de a 100. Con la temperatura más baja no quedaba mal sabor ni cambiaba el color.

Borden descubrió algo más importante aun al hervir la leche sin aire. Aunque no sabía nada acerca de las bacterias, insistía en que la leche era «un líquido viviente» y vislumbró una verdad práctica que había escapado a los hombres de ciencia de su época: algo que había en el aire agriaba la leche; si ésta se dejaba expuesta al aire mucho tiempo, resultaba peligroso beberla. Pero hervida al vacío, la leche condensada podía protegerse contra la contaminación procedente del aire. Ciertamente, la leche condensada que preparó Borden, a la cual agregó azúcar como preservativo, se conservaba pura indefinidamente.

Alborozado, solicitó patentes en 1853, pero los comisionados de la oficina de patentes le exigieron que probara la novedad y utilidad de su procedimiento. Empeñosamente las demostró, pero sólo en 1856 consiguió las patentes.

Entonces Borden abrió su primera fábrica de condensación, y él mismo repartía leche en Nueva York, de puerta en puerta, como vendedor ambulante de los 20 a 30 litros que producía a diario su pequeña fábrica.

Los clientes eran escasos. Los habitantes de la ciudad se mostraban remisos en adaptarse al nuevo sabor de la leche condensada; los desconfiados granjeros se negaban a venderle a crédito leche cruda.

Cogido entre la espada y la pared, Borden tuvo que cerrar. Pidió prestado para comprar su pasaje a Tejas, luchó para obtener más apoyo financiero y un año más tarde reabría su negocio, esta vez en Burrville, estado de Connecticut, donde instaló una pequeña fábrica. Pero su segunda aventura, con escasísimo capital, emprendida durante el pánico financiero de 1857, fracasó más rápidamente aun que la primera.

No obstante, Borden se negó a rendirse. Hablaba incesantemente a todo el que quería oírle acerca de la leche que no se descomponía. Finalmente, en 1858, Jeremiah Milbank, gran comerciante mayorista de víveres y financiero de Nueva York, convino en formar una sociedad con él y aportó fondos para volver a abrir la fábrica de Burrville. El negocio ha venido funcionando desde entonces continuamente.

Frank Leslie, editor de Leslie’s Illustratted Weekly, acababa de hacer revelaciones sobre la «inmunda leche» de Nueva York, suministrada por «estableros» de la ciudad, cuyas vacas enfermas generalmente se alimentaban con los desechos de las cervecerías. Los depósitos de la leche y el estiércol se acarreaban en las mismas carreteras. La inspección sanitaria era casi desconocida. La mortalidad infantil y la mortalidad por causa de tifoidea y tuberculosis aumentaba.

Aprovechando la revelación, Borden y Milbank publicaron anuncios en que proclamaban la pureza de su «leche del campo» y la limpieza que regía en su fábrica de condensación. Las ventas aumentaron.

Eran verídicas las afirmaciones de los socios sobre la limpieza. Los granjeros que llevaban leche cruda a la fábrica de condensación quedaban sorprendidos al encontrar en la plataforma de residuos a los «inspectores» de Borden que olfateaban y probaban cada envase y después le tomaban la temperatura. ¡Se negaba a aceptar leche con temperatura superior a 14 grados!.

Pronto los inspectores de Borden comenzaron a viajar a las granjas lecheras, fisgoneando en corrales y cobertizos. Llevaban una lista de reglas de la compañía, llamada «los diez mandamientos del lechero», que entre otras cosas indicaba: evitar que hubiese estiércol revuelto entre la paja de los corrales; lavar las ubres de las vacas antes de ordeñarlas; lavar con agua hirviendo los recipientes de la leche antes de usarlos. Borden también quería que el interior de los corrales estuviese enjalbegado para que pudiera localizarse más fácilmente la suciedad.

Algunos granjeros refunfuñaron por las nuevas reglas, pero siguieron vendiéndole a Borden. Les era mucho más sencillo cambiar toda su producción de leche por un cheque entregado periódicamente, que vender de puerta en puerta leche, crema, mantequilla y queso.

Como la leche condensada podía embarcarse sin que se echara a perder, abría un vasto mercado nuevo para los habitantes de la ciudad, largo tiempo privados de leche. Antes del invento de Borden, bastaba una onda cálida de tres días para agriar toda la leche de Nueva York y obligar a la ciudad a tomar el café negro.

Las dudas que pudieran aun subsistir acerca de la importancia de la leche condensada de Borden se disiparon durante la Guerra Civil. El Gobierno se dio cuenta súbitamente de que ahora los soldados podían tener leche en el campo de batalla. A la fábrica de condensación llegaron grandes pedidos de la Secretaría de Guerra. La señora Lincoln sirvió leche condensada durante una comida en la Casa Blanca. La producción de Borden ascendió a 20000 litros por día. Estableció nuevas fábricas.

Las madres interesadas por la salud de sus hijos comenzaron a cambiarle la alimentación, de la dudosa leche cruda a la leche condensada de Borden. Los nenes prosperaron notablemente. ¿Por qué? La leche de Borden se calentaba en corto tiempo a 88ºC. La pasteurización moderna destruye las bacterias patógenas a una temperatura de 71ºC, mantenida sólo durante 15 segundos. Sin saberlo, las madres estaban criando a sus nenes con leche pasteurizada. En las décadas anteriores a la demostración con que Pasteur señaló la importancia de calentar la leche cruda, el producto condensado de Borden ha debido salvar la vida de miles de niños.

La huella perdurable que dejó Gail Borden en la moderna industria lechera es la regla de la «vigilancia permanente». Enseñó a los lecheros a proteger la leche como si se tratara de proteger la vida de sus propios hijos, lo que de hecho era lo que hacían.

En esta forma llegó a ser Gail Borden «El lechero del mundo». como lo llamó un biógrafo. Borden demostró que el porvenir económico de un hombre no siempre queda asentado y fijado cuando llega a la madurez, puesto que cuando patentó el descubrimiento de la condensación de la leche que lo hizo famoso ya tenía 54 años de edad, y había cumplido los 60 cuando hizo de su descubrimiento una floreciente empresa comercial.

 

Tomado de: El lechero del mundo Por: Richard Match. Condensado de «Advertising Agency» en: Selecciones del Reader’s Digest. diciembre de 1953. pp 95-100.

 

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