Un día cualquiera empecé a darme cuenta de que en mi hijo alboreaba el varón, si se me permite describir con tan circunspectas palabras un proceso que esencialmente es desordenado y confuso; pero en realidad Toño ha estado enamorándose y desenamorándose constantemente
Desde que dejó de tomar papillas, puedo generalmente reconocer los síntomas de un ataque cercano. Pondré como ejemplo la tarde en que supe por primera vez que se había enamorado de Alicia. Esperaba yo tranquilamente sentado en una silla a que estuviese lista la comida cuando llegó Toño. Venía de jugar. Era entonces un magnífico mozo de 13 años y cuando entró en la sala temblaron los cuadros de las paredes.
-¿Cómo te va, Toño? -le pregunté.
Me miró como si no me conociera y preguntó:
-¿Eh?
-Nada, hombre -dije- ¿Qué ha pasado hoy en la escuela?
Se había puesto a dar vueltas por la habitación con aire vago y atormentado, tropezando con las sillas, arrancando colgajos de papel de las paredes y silbando entre dientes de el modo que le he pedido cien mil veces que no lo haga.
-Toño -le dije- ¿Quieres alcanzarme el diario de la tarde?.
-¿Eh?
-El diario de la tarde. -repetí paciente- Está encima de la mesa.
-¿Qué le ocurre al periódico?.
-¿Quieres hacer el favor de alcanzármelo?
-¡Haberlo dicho!
-La cena no estará lista hasta dentro de media hora. -le dije- ¿Por qué no te vas a la calle y rompes unos cuantos cristales o haces alguna otra cosa?.
-¡Bueno está eso! Cuando estoy en la calle me llamas a voces. Cuando estoy en casa me echas a la calle. Ni en su propia casa puede un hombre hacer lo que quiere.
-Así es, chico. las cosas están feas en todas partes.
El tirador de la puerta principal se desprendió del portazo que dio al salir. Él mismo había estado arreglándolo por medio de no se qué invención nueva para hacer la puerta a prueba de ladrones.
-Es por causa de Alicia -dijo mi esposa saliendo de la cocina-. Han estado hablando por teléfono. Puedo distinguir su risita a distancia de dos cuartos.
-¿Hay alguna probabilidad de que se fuguen y se casen o hagan alguna otra diablura? -pregunté esperanzado.
-No sé que hayan pensado en la fuga. Lo que me inquieta es la otra diablura.
-¡Pero, mujer!… ¿A los 13?
Mi esposa me lanzó una mirada larga y expresiva y se volvió a la cocina.
Pero estoy adelantándome a los acontecimientos. Volvamos a la pequeña María, la sirena del quinto grado de la escuela, el grado para niños de diez años.
En esa época vivíamos en la ciudad, nido de tenebrosas conspiraciones, lugar donde las mamás de niñas pequeñas otean con ojos siempre abiertos la posible víctima, organizan clases de baile y hacen listas de muchachitos, listas de las cuales jamás podrán éstos escapar hasta que pasen a figurar en el archivo de los inactivos por haber contraído matrimonio.
En aquél ambiente sofocante y pegajoso de organdí moteado, aljófar y guantes blancos, María era como un soplo de aire fresco. Se peinaba de trenzas y sabía dar un fulminante uppercut derecho. Todos los muchachos eran esclavos suyos. Tenía la clase de baile poco menos que clausurada: ningún chico quería entrar si María no entraba. Y María se negaba a entrar. Tiemblo al pensar en los procedimientos que emplearían, pero al fin logró la escuela casarla, atarla y matricularla. Los muchachos la siguieron en tropel.
Recuerdo perfectamente lo ocurrido en la primera clase. Cuando Toño llegó a casa lo estábamos esperando. Era una tarde muy calurosa y entró corriendo a tiempo que se quitaba la chaqueta. Se hundió en un sillón y dijo con voz entrecortada: «María… me eligió… a mí». habían alineado a las muchachitas a un lado de la habitación y a los muchachos al lado opuesto. Cuando «la señora del piano» anunció que los chicos elegirían pareja, la pequeña María estuvo a punto de ser arrollada por la turba de pretendientes. Fue preciso formar de nuevo las filas y disponer que fuesen las niñas quienes eligiesen pareja. Y María eligió a nuestro Toño.
El orgullo y la emoción nos dejaron mudos pero no podíamos adivinar lo que habría de venir después. Fue una terrible desgracia. El dentista le puso a María una abrazadera metálica para enderezarle los dientes, y de la noche a la mañana quedó hecha un adefesio. Toño se entregó en cuerpo y alma al baloncesto y nuestra casa se vio llena de pedazos de papel con diagramas de jugadas brillantes. Por error tiré al fuego uno de ellos en cierta ocasión y fue una pérdida para el mundo sólo comparable al incendio de la biblioteca de Alejandría.
Alicia apareció en escena después de habernos ido a vivir al campo. Llevaba el pelo hasta los hombros y le causaba tanto engorro que se pasaba el día echándoselo hacia atrás con la mano, así. Su falsa risita era constante, y no daba reposo a las pestañas. Comunicó a Toño su profundo descubrimiento de que realmente no le gustaban las otras muchachas. Los chicos eran mucho más interesantes. Estas consideraciones eran recíprocas. Los muchachos simpatizaban con Alicia pero las chicas no la podían aguantar.
Pregunté a una de sus compañeras por qué no e gustaba Alicia. (Los padres son tremendos en este período de la vida de sus hijos. No se detienen ante nada para hacer averiguaciones).
La muchacha me dijo que Alicia era «cursi».
-¿Cursi? -pregunté.
-Pues sí… ¡Se pinta las uñas de los pies!
Desde aquél instante comprendí que Toño estaba perdido.
Alicia telefoneaba para hacer citas secretas, colgaba sin contestar cuando mi mujer y yo acudíamos a su llamada antes que el muchacho. Dio su retrato a Toño y éste lo llevaba en la cartera junto con su tarjeta de socio del Club de Prestidigitadores. Cuando paseaban juntos ella le tomaba la mano, y si el muchacho decía algo gracioso, aunque hubiese que buscarle la gracia con lupa, Alicia echaba hacia atrás la cabeza y reía a carcajadas apretando los ojos.
Toño quedó reducido a un estado de absoluta idiotez. Se transformó en una especie de adolescente prehistórico cuya única comunicación con nosotros consistía en una palabra ininteligible que sonaba como «Eh» o «Je». Durante ese período de entontecimiento comía melancólicamente pero en grandes cantidades, masticando con el aire distraído de un habitante de otros mundos.
No se a dónde habría ido a parar todo aquello si Toño no hubiera descubierto que Alicia había dado también su retrato a Perico, que era más corpulento que Toño y sabía ponerse de cabeza durante cinco minutos y beberse un vaso de agua al mismo tiempo.
La cosa acabó ahí. Y la mamá de Toño quemó el contenido del cesto de papeles, incluso los pedazos del retrato de Alicia.
Luego Toño se dedicó a desmontar cuantos objetos veía, entre ellos la mezcladora eléctrica, su bicicleta, los carburadores de toda clase y los relojes de la casa. Cuanto objeto funcionaba o se movía iba a dar a su cuarto, y lo que tuvimos que pagar por reparaciones en aquella temporada ascendió a una cifra respetable. (Por supuesto, todas las cosas que no acertaba a montar de nuevo sin que le sobraran piezas, estaban mal montadas originalmente por los estúpidos que las habían hecho y que malditos si sabían lo que se traían entre manos).
Poco después Toño se enredó con una auténtica hechicera, una de las más bellas que he visto en mi vida. Elenita tenía los cabellos castaños, la tez tostada, la voz suave y cálida. Sentada al borde de la piscina con su traje de baño escarlata, era capaz de tejer en menos de cinco minutos la más tupida red de invisible malla en que haya podido atraparse a un hombre.
Me consolé pensando que se trataba de un amorío de verano. Pero cuando llegó el otoño y sus papás se la llevaron, Elenita empezó a escribirle cartas a Toño. Venían en sobres de color azul pálido y exhalaban una fragancia misteriosamente excitante, parecida a la de la conserva de fresas.
Toño se marchó al colegio y las cartas dejaron de llegar a nuestra dirección. Fue un gran alivio para mí pensar que el muchacho estaba recluido en la montaña, lejos de la voz de la sirena y en condiciones de que los maestros pudieran incrustarle en la cabeza unas cuantas ecuaciones algebraicas mientras sus glándulas estaban inactivas.
Cuando la primavera siguiente lo fuimos a buscar para llevarlo a casa, tuve que ayudarle a empaquetar sus cosas. Había en su cuarto un desorden y un revoltijo que daban vértigo. Me situé en el centro de la habitación con su baúl abierto a un lado y un cesto de basura al otro, y le fui mostrando uno a uno los objetos que extraía de aquél mar revuelto. Toño me daba instrucciones sobre lo que debía hacer con cada cosa: «al baúl» o «al cesto».
Quedé gratamente sorprendido al descubrir, apiladas con cuidado en uno de los anaqueles del librero, todas las cartas que yo le había escrito.
-¿Qué hago con esto? -pregunté cautamente mostrándole el precioso paquete.
Toño miró indiferente por encima del hombro y dijo:
-Oh, tíralas. No vale la pena guardarlas.
Las tiré al cesto con un suspiro, Enseguida eché mano a una caja de cigarros que, antes de que Toño me la arrebatase, vi llena de sobres azules con olor a conserva de fresa.
-Mejor será que vaya bajando unas cuantas cosas al auto -me dijo mientras se colocaba la caja de tabacos debajo de un brazo y unos cuantos libros debajo del otro.
Se marchó escaleras abajo y yo me senté en el borde de la cama. Por primera vez entreví claramente que un día alguna de aquellas muchachas se iba a llevar a Toño de nuestro lado para siempre. Y comprendí que yo no podría hacer nada para evitarlo, fuese como fuese la chica.
-Vamos -dijo Toño entrando de nuevo en el cuarto-. Acabemos de empaquetar. Tengo hambre.
-Vamos -repuse. Y silenciosamente fuimos metiendo cosas hasta que el baúl quedó lleno.
Tomado de: Los amores de Toño Por: Bentz Plagemann. Condensado de «Harper’s Magazine» en: Selecciones del Reader’s Digest. Junio de 1953. pp 93-96.
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Me Gusto el escrito de Los Amores de Toño.