Ganar al fútbol es de fascistas; por Arturo Pérez-Reverte

Lo escucho en la radio. Un entrevistado asegura, con ese aplomo peculiar de los fanáticos y los idiotas, que en los partidos de fútbol infantil no debería haber vencedores y vencidos. Que los goles no deben contar, pues eso crea frustraciones y destruye la autoestima. Que al proclamarse unos niños ganadores, dejan a otros atrás. Que no importa cuánto marque uno u otro equipo, el resultado final debe ser equilibrado solidario, igualitario. Y yo me quedo esperando que el fulano remate diciendo que vencer en el fútbol también es de fascistas. Al final no lo dice, pero pienso que todo se andará. Démosle un poco más de tiempo a su Twitter, a su Facebook. Hagámoslo diputado, como a esos otros intelectuales que nos adornan la vida desde el Parlamento. Y de aquí a nada, la sociedad occidental entera clamará por niños jugando al fútbol sin goles, sin penaltis, sin expulsiones, sin trofeos, sin nada. Construyamos el futuro. Convirtamos los patios de recreo y los campos de fútbol infantil, incluso los estadios para mayores, en una amable Disneylandia.

Pocas veces he visto, pese a que soy contumaz lector de Historia, fabricar borregos con el entusiasmo de la última década. Y no hablo sólo de borregos manipulables, sino de carne dócil para el matadero. De voluntades dispuestas a subirse al tren cuya última y única parada es un lugar donde humean chimeneas simbólicas, o no tan simbólicas. Donde se queman la inteligencia y el sentido común. Donde analfabetos borrachos de poder mediático o político liquidan tres mil años de cultura y razón. Donde, esperando turno, languidecen famélicos, esperando crematorio, Homero, Virgilio, Platón, Sócrates, Kant, Cervantes, Voltaire, Dante, Montaigne, Shakespeare y los demás. Los que convirtieron Europa en foco de luz, derechos y libertades que iluminaron el mundo. Esa Europa hoy estéril, caricatura de sí misma, contaminada del estúpido buenismo que arraigó en los campus universitarios norteamericanos hace medio siglo y que ahora, retorcido hasta el disparate, lo contamina todo y nos envenena a todos.

La ventaja de llegar a mi edad, de tener lectores y de que no haya mucho que ganar o perder, es que puedes ponerte apocalíptico sin que pase nada. Decir lo que piensas sin que importe a quién gusta y a quién no. Y lo que pienso es que esto se ha terminado. No ahora mismo, por supuesto. Las épocas tardan en pasar, y los imperios, siglos en caer. Pero la Europa en cuyo respeto fui educado, el mundo cultural e intelectual del que se nutren mi vida y mi trabajo, está sentenciado a muerte. Este lugar que fue luz del mundo, cuna de ideas, humanismo y cultura, es hoy una payasada grotesca, remedo de lo que él mismo generó y que, devuelto tras la manipulación del tiempo y la estupidez, lo enfrenta a su propia caricatura.

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