Como todas las mañanas abordo bien temprano el metro para dirigirme a mi trabajo. Las condiciones de abarrotamiento de usuarios son las mismas que caracterizan cada jornada.
Un mensaje por los parlantes de los trenes advierte a los pasajeros que se acerquen a las puertas del vagón para desembarcar, toda vez que el convoy, indican, tiene un tiempo mínimo de parada en las estaciones. Uno quiere hacer caso al aviso, pero la gente está tan apretujada que seguir al pie de la letra tal recomendación no es tarea sencilla.
Finalmente, cuando llego a mi destino me topo con una escalera más ocupada que de costumbre – y cabe aclarar que no todas están disponibles – , haciendo sumamente lento el movimiento de la masa.
Cuál no sería mi sorpresa al observar que un perro callejero durmiendo plácidamente en uno de los escalones constituía la causa de que las personas no se desplazaran con celeridad. La gente, considerada como nunca, trataba de no pisar al animal.
Pero, ¿cómo llegó el cuadrúpedo hasta ahí? Hago un mapa mental y es largo el recorrido desde la puerta exterior, las primeras escaleras que conducen a los torniquetes y las segundas a los andenes. ¿No hubo alguien, operario del Metro de Caracas o miembro de la Policía Nacional Bolivariana, que evitara su acceso?
Lo cierto es que no es primera vez que detecto un can en las instalaciones del metro. Como se ve, otro factor más para reforzar la idea de que el normal desenvolvimiento no es el mejor amigo de la ciudadanía que emplea el sistema subterráneo de transporte.
Redacción: Pedro Beomon.
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