Jesús de Nazareth anunciaba la venida del reino de Dios y sus partidarios vieron en él al mesías; los romanos no tuvieron duda de que sus ideas eran peligrosas y lo condenaron
Cada año se publican un centenar de libros importantes sobre Jesús de Nazareth, y en ellos cada autor expone su propia visión del personaje. No es extraño que se siga discutiendo tanto sobre él, dadas las fuentes de que disponemos. Los cuatro Evangelios aceptados por la Iglesia –los de Marcos, Mateo, Lucas y Juan– no son plenamente fiables: contienen datos históricos, pero también son libros de propaganda de una fe. Y de los evangelios llamados «apócrifos» (los rechazados por la Iglesia) no podemos obtener casi ninguna noticia digna de crédito. Muchos estudiosos sostienen que si se preguntase a Jesús cómo se definiría a sí mismo, respondería que como un profeta que anunciaba la inminente venida del reino de Dios.
En esto coincidiría con quienes al verlo predicar exclamaban: «Éste es Elías [un famoso profeta del siglo IX a.C.] aparecido de nuevo», o pensaban que era «uno de los antiguos profetas que había resucitado» (Lucas 9, 8). Pero ¿podemos saber qué fue Jesús en realidad? Sin embargo, sí podemos afirmar que Jesús fue un maestro de éxito controvertido en Galilea y Jerusalén. Lucas afirma que comentó las Escrituras en la sinagoga de Nazareth, y que la gente se encolerizó cuando se atribuyó el rango de profeta; sin embargo, Marcos sostiene que todos se admiraban de su sabiduría.

Al igual que la gente humilde que le escuchaba en Galilea, Jesús era artesano e hijo de artesano. La palabra griega empleada por Marcos para Jesús, y por Mateo para su padre, es tékton, cuyo significado era bastante amplio, aunque normalmente se refería a artesanos que trabajaban con madera y piedra para la construcción de casas. Es curioso, sin embargo, que Jesús parezca más un campesino que un artesano, porque en sus parábolas se refiere casi siempre al mundo de la agricultura –utiliza las metáforas del sembrador, del trigo y la cizaña, del campo que contiene un tesoro, del crecimiento de la pequeña semilla que se convierte en un árbol…–, pero jamás aparece en ellas la industria de la madera

De esto podría deducirse que la familia de Jesús, que era numerosa, tenía algún campo y que su subsistencia dependía al menos en parte del cultivo de la tierra. Pero Jesús no era un artesano analfabeto: en el Evangelio de Juan se indica que no había frecuentado ninguna escuela de los doctores de la Ley de Moisés, pero que utilizaba muy bien los textos de la Escritura en sus prédicas y discusiones. Que un profeta e incluso un maestro de la Ley fuera de tan humilde condición no extrañaba a nadie, pues uno de los grandes rabinos de Israel, el fariseo Hillel, que vivió unos años antes de Jesús, era zapatero y en sus horas de descanso estudiaba la Torá, la Ley que regía la vida de los hebreos.
El profeta de Galilea
A tenor de lo que nos cuenta el Evangelio de Marcos sobre los hermanos de Jesús, sabemos que su familia debía de ser muy religiosa, pues todos los varones tenían nombres de patriarcas del antiguo Israel. Jesús debió de tener intereses religiosos desde muy pequeño. Lucas describe a una familia cumplidora de la Ley: visitas al Templo, purificación de María, sacrificios en cumplimiento de las normas y visitas a Jerusalén para la Pascua. Por ello es muy probable que su familia le proporcionara los fundamentos básicos de una profunda educación religiosa. Jesús seguiría con atención las lecturas de los oficios religiosos de los sábados en la sinagoga, donde se leían y comentaban párrafos selectos de las Escrituras. Así debió de aprender lo que necesitaba para su posterior vida de predicación.

Que Jesús se consideraba a sí mismo un profeta parece deducirse del hecho de que comenzó su misión como discípulo de Juan el Bautista. Jesús se había hecho bautizar por él y permaneció a su lado durante meses debido a que estaba convencido de que Juan era el profeta del final de los tiempos. Marcos y Mateo afirman que cuando el Bautista fue asesinado por Herodes Antipas, el tetrarca o gobernante de Galilea, Jesús inició su vida pública proclamando exactamente lo mismo que su maestro.

Ciertas personas identificaron al Bautista como el mesías, y, a la inversa, a Jesús muchos lo consideraban un profeta y no el mesías (Lucas 9, 8). Como profeta rural, Jesús siempre predicó –salvo su etapa en Jerusalén– en aldeas o ciudades pequeñas, quizá porque, como campesino, estaba persuadido de que los habitantes de ciudades populosas como Séforis o Tiberíades estaban más preocupados por las riquezas o la política que por la religión y sus exigencias.
La teología judeocristiana primitiva también veía en Jesús a un profeta, y sólo lo consideraba como mesías después de su resurrección. Pedro, según los Hechos de los apóstoles, sostenía que: «A Jesús […], hombre acreditado por Dios […] Dios lo resucitó», «y tras exaltarlo», es decir, tras resucitarlo, le otorgó «el Espíritu Santo» (2, 22-33), es decir, lo hizo mesías. En otro discurso, Pedro afirmaba expresamente que Jesús era un profeta y que así lo había predicho Moisés: «El Señor Dios os suscitará un profeta como yo; escuchadle cuanto os diga. Todo el que no escuche a ese profeta, sea exterminado del pueblo» (Hechos 3, 13-23). Y Pablo opinaba lo mismo: Jesús era descendiente de David, pero no fue mesías –es decir, «Hijo de Dios con poder, según el Espíritu Santo»–hasta el momento en que fue «resucitado de entre los muertos» (Romanos 1,3-4).

El reino de Dios proclamado por Jesús se inspiraba en lo que el mismo Jesús había oído o leído en los profetas de Israel: su símbolo era un gran banquete, al que todos los judíos limpios de corazón estaban invitados. Ello indicaba que ese reino debía de constar no sólo de bienes espirituales –paz universal, tranquilidad de conciencia, justicia…–, sino también, o quizás ante todo, de bienes materiales. La divinidad, contenta con su pueblo elegido, Israel, haría que fluyeran a él las riquezas de las naciones, que se concentrarían en el tesoro del Templo; la tierra, fecundada por una lluvia benéfica y un sol oportuno, produciría todos los bienes necesarios para una buena vida.
El Jesús del Evangelio de Marcos lo dice con entera claridad, cuando le pregunta Pedro: «Mira: nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». Y Jesús responde: «Os aseguro que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o campos por mi causa y por la buena nueva, que no reciba el ciento por uno ahora, en este tiempo, en casas, hermanos, hermanas, madre, hijos, campos, y en el nuevo mundo por venir, la vida eterna» (10, 28-30).
Ahora bien, para entrar en el Reino eran imprescindibles la penitencia y la conversión a una vida llena de piedad, al igual que habían predicado el Bautista y los profetas de antaño. Al principio de la misión de Jesús en Galilea, grandes masas se sintieron movidas por la predicación del nuevo profeta y lo siguieron ardorosamente. Pero es muy posible que este éxito no durara mucho o que Jesús lo considerase insuficiente, ya que al final de su vida pública dejó Galilea y se decidió a predicar en Judea, sobre todo en la capital, Jerusalén. Esto cambió la percepción de las autoridades sobre Jesús.
Hijo del Hombre
A pesar de lo dicho anteriormente es muy posible que la figura de profeta no contemple toda la actividad de Jesús. Los Evangelios sostienen con claridad que fue algo más que un profeta: era el mesías de Israel, aunque también es verdad que, al parecer, nunca se definió a sí mismo como mesías. Por ello la crítica encuentra dificultades para caracterizarlo como tal. Los Evangelios emplean ciertos títulos para decir que Jesús era el mesías, como «Hijo de David», «Hijo de Dios» o «Hijo del Hombre».
Pero todas estas expresiones que parecen tan claras no lo son en absoluto. «Hijo de David» es un título aplicado a Jesús tempranamente, ya desde las cartas de Pablo, anteriores a los Evangelios, pero son siempre otros los que se lo otorgan a Jesús. Éste nunca se lo da a sí mismo; es más, incluso duda de que sea apropiado (Marcos 12, 35). En cuanto al segundo título, «Hijo de Dios», en aquella época se aplicaba siempre a alguien favorecido especialmente por la gracia divina, como el rey, el sumo sacerdote o un profeta. Y parece muy improbable que Jesús se considerara «Hijo de Dios» en el sentido de hijo físico, real.
El tercer título, «Hijo del Hombre», es discutidísimo. Jesús empleó esta enigmática frase para referirse modestamente a sí mismo, algo atestiguado en múltiples ocasiones por los Evangelios, en lo que era un uso propio de la lengua aramea de su época. No queda nada claro, por el contrario, si Jesús también la utilizó para llamarse a sí mismo «mesías». Tras intensas investigaciones, parece haberse impuesto hoy la convicción de que la fórmula «Hijo del Hombre» no era en absoluto corriente como título mesiánico en el judaísmo de tiempos de Jesús, ni siquiera en los llamados apócrifos del Antiguo Testamento. Es muy posible que fuera el evangelista Marcos el primero que otorgó este título a Jesús entendiéndolo estrictamente como mesías.
El rebelde mesiánico
Dos hechos prueban que, al menos al final de su vida, Jesús se presentó ante el pueblo con esta pretensión mesiánica. Uno es la entrada triunfal en Jerusalén (Marcos 11, 7-10); otro es su condena a muerte por los romanos, crucificado como aspirante al trono de Israel: en la cruz se clavó un letrero con la inscripción «Rey de los judíos» (Marcos 15, 26).
Si Jesús no se hubiera presentado como mesías quedarían sin explicación hechos fundamentales del final de su vida. Muchos investigadores creen que Jesús no fue condenado a muerte por los judíos, sino sólo por los romanos y como sedicioso contra el Imperio, ya que su proclamación del reino de Dios tenía grandes implicaciones políticas. En ese reino no cabían ni Tiberio, ni Pilatos, ni Anás ni Caifás (los sumos sacerdotes), ni la dinastía de Herodes, si no se convertían y hacían penitencia de sus pecados.
Propuestas radicales
Según Jesús, el reino de Dios que habría de venir muy pronto suponía un orden social diferente para Judea y Galilea, como indica, por ejemplo, su magisterio sobre la riqueza y la pobreza. Jesús ataca en diversas ocasiones a los ricos. Así sucede cuando pide a un joven rico que lo venda todo y lo entregue a los pobres: «Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios» (Lucas 18, 22-25).
Los ataques de Jesús a los ricos y su desprecio en general por las riquezas se deben a que éstas impiden al hombre recibir el reino de Dios. Los ricos están tan apegados a sus bienes que no se abren a las exigencias del Reino que se avecina: no son solidarios con el prójimo, son insensibles al sufrimiento ajeno, son opresores y egoístas. Es más, la defensa de los pobres implica la hostilidad por parte de Jesús hacia la dominación social de las clases elevadas sobre las inferiores, desequilibrio que sería corregido por Dios en su reino: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios», «Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados» (Lucas 6, 20-23).
El rey crucificado
El nuevo reino implicaba una postura radical contra la opresión política y social de los romanos y sus adláteres, los ricos del país, grandes comerciantes y latifundistas. Jesús anuncia todo un programa: «Predicar la libertad a los cautivos […], poner en libertad a los oprimidos para anunciar un año de gracia del Señor» (Lucas 4, 16-19).

Esto significaba una inversión de valores: los ricos, los primeros, serían los últimos, y los pobres se convertirían en los primeros. Era un proyecto revolucionario a ojos de las autoridades de Galilea, gobernada por Herodes Antipas como una marioneta de Roma, y de la provincia romana de Judea. Esta predicación de Jesús y sus actuaciones al final de su vida suponían que se había implicado políticamente, lo quisiera o no.
No tenemos noticia de que el Jesús histórico condenara la violencia, ni rehuyera el contacto con gentes de cuya existencia formaba parte la actividad política antirromana; entre sus seguidores se contaba Simón, un zelota (como se llamaba a los partidarios de la rebelión contra Roma).
De hecho, el núcleo íntimo de sus doce discípulos, formado por Pedro, Santiago y Juan, era gente más bien violenta. Así lo indica Lucas: cuando una población de samaritanos se negó a dar hospedaje a Jesús en su camino a Jerusalén, Santiago y Juan le preguntaron si permitía que pidieran que «bajara fuego del cielo y los consumiera» (9, 52-54).

Ante este entorno se explica bien que algunos de sus partidarios «fueran a llevárselo para proclamarlo rey» mesiánico (si es verdadera esta noticia, de Juan 6, 15). Así pues, para el gobernador romano Jesús era un elemento desestabilizador peligrosísimo, y el conjunto de su doctrina y comportamiento podía ser considerado un grave delito de lesa majestad, de auténtica sedición contra el poder del emperador Tiberio.
En definitiva, de los datos evangélicos parece desprenderse que Jesús, durante la mayor parte de su vida pública, se consideró a sí mismo un profeta, «uno de los antiguos» o incluso de mayor categoría (Mateo 12, 41). Y que al final de su vida –quizás empujado por sus más ardorosos seguidores– aceptó el título de mesías y cargó con las consecuencias de esa aceptación hasta morir en la cruz, el castigo aplicado por los romanos a los rebeldes contra el Imperio.
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Fuente NATIONAL GEOGRAPHIC
Realmente es absolutamente irrealista el planteamiento de qué Jesús de Nazareth fuera un Hombre nacido de otro hombre!
Él es el Hijo de Dios, de ello no cabe ninguna duda.
No resucitó -como expresa la Biblia-, se materializó, porque si hubiese resucitado, entonces podría ser hijo de hombre.
La Biblia de por sí no está completa y lo expone el autor del artículo.
Por último, no fueron los romanos quienes directamente lo crucificaron, fueron los mismos judíos quienes procuraron esa crucifixión, ya que, obviamente, iba en contra de sus intereses materiales.
Dicho en la Biblia que conocemos: «Vivirán errantes por siempre, por no haber creído en mi».
De cualquier forma, se respeta la idea -errónea- de creer que no fuera el Hijo de Dios hecho Hombre, puesto que un ser humano mortal jamás hubiese podido realizar desde simples hasta infinitos milagros y ello se evidencia en todas las escrituras conocidas. Y muchísimo más probable, en aquellas que desconocemos.
Por último, el ser carpintero en ésa época significaba tener un nivel de clase media, tal y como se describe en la actualidad.
Igualmente podría ser agricultor puesto que debemos ubicarnos en la época señores.
Repito: No resucitó. Ese término está absolutamente errado. Resucitó éL a Lázaro ciertamente. Pero él se materializó, lo cual es absolutamente diferente.
Para finalizar, debemos colocarnos en el contexto de que nunca pudo ser, basado en la genética, así como en la geneología, de raza blanca, con los rasgos qué implica.
Recordemos que si fue arameo, nunca podría ser de raza blanca.
Ojo con las emisiones de IA. Las mismas se basan en los registros que tienen, de acuerdo a lo que se les implanta como humanos.
Jamás podrán ser cómo nosotros absolutamente por una simple, pero única razón: ¿cómo le implantas el espíritu?