Cada vez más personas eligen no tener hijos
Y no es por accidente, tampoco por imposibilidad. Es por elección.
Para muchos jóvenes, la paternidad no es parte de su proyecto de vida.
Nadie quiere tener hijos: algo está cambiando en nuestra sociedad
Para quienes sí tienen hijos, la crianza se volvió un desafío agotador que parece no tener fin.
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Y para abuelos y abuelas, la ausencia de nietos se vive como una pérdida inesperada, difícil de entender. ¿Por qué pasó esto? ¿Qué cambió tan rápido y tan radicalmente?
¿Estamos frente a una crisis silenciosa de la paternidad, o simplemente redefiniendo lo que significa una vida plena?
En este video, Santiago Bilinkis explora una transformación cultural que está reescribiendo las reglas de la familia, la realización personal y el futuro mismo.
Vas a descubrir:
Las cinco razones principales que explican el derrumbe global de la natalidad.
Por qué hoy criar puede sentirse más como un sacrificio que como una bendición.
Cómo la presión por ser padres perfectos está agotando incluso a quienes más aman a sus hijos.
Qué efectos están teniendo las pantallas, el algoritmo y la sobreprotección en las nuevas infancias.
Y cómo estamos criando una generación sin hermanos, sin aburrimiento… y con poca tolerancia a la frustración.
Pero también vas a encontrar algo más valioso: Una invitación a repensar qué nos está pasando, sin juzgar, sin idealizar el pasado, sin reimponer antiguos mandatos, y con herramientas para entender mejor a quienes toman —o enfrentan— esta decisión.
Si estás decidiendo si tener hijos o no, si estás criando y sientes que te abruma, o si ves con tristeza que tus hijos ya no priorizan la paternidad como tú lo hiciste, este video te va a dar otra mirada.
Okay, aquí tienes el texto formateado para un post de WordPress en Curadas.com, adaptado a español venezolano/latinoamericano, sin voceo, y con párrafos y oraciones más cortas:
¿Por qué cada vez menos personas quieren tener hijos?
Un Fenómeno Mundial
Escucha estos datos interesantes. En Buenos Aires viven más perros como mascotas que niños menores de 10 años.
En Corea del Sur, la tasa de natalidad es tan baja que el país podría perder la mitad de su población.
Y en Japón, se venden más pañales para adultos que para bebés.
Para nuestros abuelos, tener hijos no era una elección, era una certeza. No se preguntaban si serían padres, sino cuántos hijos tendrían.
Hoy, el mundo dio un giro radical. Ser padre dejó de ser un destino inevitable. Se convirtió en una opción que cada vez más gente elige rechazar.
La natalidad en Argentina ha caído al nivel más bajo de su historia. La natalidad en Colombia está en crisis. El mundo enfrenta una de las crisis demográficas más graves. La baja tasa de natalidad es un fenómeno global.
Pero esto no es solo un cambio demográfico. Es una transformación profunda en cómo entendemos la realización personal.
Hace apenas unas décadas, ser padre o madre era visto como el objetivo máximo de la vida. Hoy, según un estudio, el 75% de los jóvenes no lo considera esencial para sentirse plenos.
¿Por qué está pasando esto? ¿Es un problema que deberíamos resolver? ¿O simplemente la evolución natural de nuestras sociedades?
Y más importante aún, ¿qué nos dice esto sobre el futuro que estamos construyendo?
(Puedes opcionalmente incluir aquí: Soy Santiago Vilquis y esto es Futuro en Construcción, un espacio para pensar el presente, entender los cambios y encontrar nuestro camino al futuro.)
Parte 1: Las cinco razones del declive
¿Por qué en tan poco tiempo tener hijos pasó de ser una certeza a una decisión tan complicada? Las razones son muchas y personales, pero hoy quiero destacar cinco factores principales.
El impacto en la carrera profesional
Muchos jóvenes, especialmente mujeres, descubren que avanzar en el trabajo es casi incompatible con la crianza.
El esfuerzo por equilibrar ambos mundos es tan grande que desanima a muchos.
En términos económicos, la maternidad o paternidad puede tener un impacto negativo fuerte sobre el crecimiento de los ingresos futuros.
Segundo, el costo de vida.
Históricamente, criar hijos tenía un costo bajo. Además, los niños aportaban trabajo en el hogar, el campo o los oficios familiares.
Hoy la situación es opuesta. Felizmente, ya no usamos a los niños como mano de obra. Pero criarlos bajo los estándares actuales requiere una inversión económica enorme. Un gran profesor de economía lo resumía así: «Los niños pasaron de ser bienes de capital a bienes de consumo».
Un chiste nerd, pero con bastante verdad.
En Estados Unidos, por ejemplo, el ahorro para la educación de los hijos es la segunda mayor fuente de estrés financiero de las familias, solo superada por las hipotecas.
Tener hijos no solo puede reducir los ingresos, sino que también aumenta considerablemente los gastos.
El tercer factor, menos evidente pero importante, es la inestabilidad de las parejas.
Un estudio reciente muestra que la duración media de las relaciones entre jóvenes es de apenas 4 años.
En el 60% de los casos, ni siquiera son años consecutivos. Si bien es posible criar niños sin una pareja estable, la realidad es que compartir las responsabilidades facilita la crianza.
Así que la incertidumbre sobre la durabilidad de las relaciones podría ser un factor de desaliento, consciente o inconsciente.
Por otro lado, la desigualdad en el reparto de tareas sigue siendo escandalosa.
Según la CEPAL, en Latinoamérica las mujeres dedican el triple de tiempo que los hombres al cuidado no remunerado.
No sorprende entonces que sean ellas quienes más resisten la maternidad.
Saben que la mayor parte de la carga caerá sobre sus hombros, incluso si están en pareja.
Otro punto clave es el pesimismo sobre el futuro
Muchos no quieren traer hijos a un mundo que perciben al borde del colapso.
La crisis climática, el agotamiento de recursos, la inestabilidad económica y geopolítica llevan a muchos a preguntarse: ¿Realmente quiero que mis hijos vivan en este mundo?
Pero también está la preocupación inversa: el impacto que sus hijos podrían tener en la crisis climática. Para algunos, reproducirse es visto como un acto egoísta que solo agrava los problemas globales.
Y por último, quizás lo más revelador.
Un número creciente de personas simplemente no cree que la paternidad sea esencial para su felicidad.
Es más, algunos la ven como un obstáculo.
Aún teniendo recursos suficientes, prefieren viajar, emprender, pasar tiempo con amigos o dedicarse a otras pasiones sin las limitaciones que impone la crianza.
Mientras los abuelos viven la ausencia de nietos como un duelo, sus hijos están redefiniendo completamente lo que significa una vida plena.
La felicidad ya no está ligada a la reproducción. Eso está transformando la estructura de la familia y la sociedad de una manera sin precedentes.
Pero si cada vez menos gente quiere tener hijos, ¿no deberíamos preguntarnos también si la manera en que los criamos hoy tiene algo que ver?
Nadie quiere tener hijos, Parte 2: La Trampa de la Crianza Perfecta
La forma en la que criamos a nuestros hijos hoy está en el centro del problema. Antes, a partir de cierta edad, los hijos trabajaban para los padres.
¿Cuántas veces te mandaron cuando eras niño a hacer diligencias o mandados?
Hoy, tú trabajas para tus hijos. Y no solo eso, compites en las «Olimpiadas de la Paternidad Perfecta».
Un evento para el que nadie te entrenó y donde las medallas son casi imposibles de conseguir.
Antes, ser un buen padre significaba simplemente mantener a tus hijos alimentados, vestidos y con algo de disciplina. Hoy es un proyecto de alto rendimiento donde cada minuto cuenta.
Un hijo debe hablar tres idiomas antes de los cinco. Tener el equilibrio emocional de un monje budista a los ocho. Y rendir como atleta olímpico mientras lidera el mejor proyecto en la feria de ciencias.
Si no lo logras, eres un mal padre. Y si lo logras, también, porque lo estás sobreexigiendo.
Esta presión sobre los padres y los niños transforma la crianza en una carrera imposible donde no existen los días libres.
Gracias a los celulares, somos la primera generación que debe ser trabajadora disponible 24/7 en la oficina.
Y simultáneamente, ser padres sobresalientes que nunca faltan a las reuniones, actos escolares y muestras de arte infantiles.
Las redes sociales amplifican esta presión.
Mientras revisas Instagram, ves solo el lado bueno de las familias ajenas: vacaciones perfectas y momentos mágicos. Nunca los berrinches en el supermercado o las noches sin dormir.
Y ahora, también en parte como consecuencia de las redes, se añade la nueva epidemia.
Tres de cada cuatro padres viven aterrorizados de que sus hijos sufran ansiedad, depresión o bullying. Palabras que ni existían en el vocabulario de nuestros abuelos.
Lo curioso es que, según el psicólogo Jonathan Haidt, nuestra obsesión por protegerlos los está dañando más. Los niños necesitan mucho tiempo de juego libre en el exterior, no supervisado.
Lo que ocurre hoy es lo contrario: aislamiento en casa, entretenidos por pantallas, bajo nuestra perpetua vigilancia.
A punta de sobreprotección y pérdida de libertad, estamos cambiando la naturaleza de la infancia, y no para bien.
Estamos tan preocupados por protegerlos que ahora hasta Plaza Sésamo viene con advertencias de contenido inadecuado para niños. Sí, no es broma.
La crianza moderna se ha vuelto tan intensiva que está agotando a los que más aman a sus hijos. Vivimos la paradoja perfecta: nunca los padres habíamos dedicado tanta protección y recursos a sus hijos, y nunca habíamos sentido tanto que fallamos.
Y esto tiene consecuencias reales. Escucha este dato: cuando en un estudio le preguntaron a un grupo grande de niños qué le pedirían a sus padres si tuvieran un solo deseo, la mayoría de los adultos pensó que dirían «más tiempo juntos». Pero no.
Lo que realmente pidieron fue algo mucho más simple: que estuviéramos menos cansados.
La lección es clara. Nuestros hijos no necesitan más tiempo con nosotros. Necesitan que estemos menos agotados, menos ansiosos, más presentes cuando realmente estamos con ellos.
Pero en las olimpiadas de la paternidad perfecta, no solo competimos contra otros padres. También contra Instagram, TikTok y un algoritmo que está reconfigurando sus cerebros. Reduce su capacidad de atención y los vuelve intolerantes al aburrimiento y la frustración.
¿Cómo educar a estos pequeños tiranos en este mundo diseñado para distraerlos a cada segundo?
Parte 3: La generación que no sabe aburrirse
A los padres y madres actuales nos ha tocado ser la generación más obediente de la historia. De niños, obedecíamos a nuestros padres. De grandes, obedecemos a nuestros hijos.
Muchos niños terminan gobernando sus casas a fuerza de berrinches. Sus exhaustos padres ceden para mantener una paz frágil mientras tratan de trabajar o despejar la cabeza mirando videos en Instagram.
El control parental ha cambiado radicalmente. Antes existía todo un arsenal disciplinario, desde el temido cinturón hasta quedarse sin postre o irse a la cama temprano.
Hoy navegamos en aguas mucho más complejas.
Intentamos razonar con pequeños negociadores profesionales mientras caminamos sobre cáscaras de huevo para evitar el siguiente estallido emocional.
Pero la batalla no es solo con ellos. También competimos contra un rival invisible: los algoritmos. Por primera vez en la historia, los padres no solo educamos a nuestros hijos, sino que disputamos su atención con una inteligencia artificial. Una diseñada para ser más adictiva que cualquier otra cosa en su mundo.
Cuando la realidad no ofrece la misma dopamina instantánea que TikTok, el cerebro infantil entra en crisis. Las pantallas están ganando el partido. Generan una incapacidad generalizada para tolerar cualquier instante sin estímulos.
Cuando tuve mi primer hijo, todavía no existían los smartphones.
Ir a comer afuera con mi esposa y nuestro pequeño era un desafío enorme. «Nico, este es un lugar de gente grande, acá no se puede gritar». «Nico, siéntate, no se puede correr entre las mesas».
A veces salía bien, a veces no tanto. Nos miraban con fastidio desde las demás mesas. Pero de tener una conversación con mi esposa, olvídate.
Hoy, en la misma situación, ves a la pareja tranquilamente conversando. Los niños están convenientemente anulados con un celular. Pero en esa fricción anterior se jugaban aprendizajes muy importantes.
Que ciertas conductas eran adecuadas en algunos contextos pero en otros no. Que a veces hay que controlar el impulso de hacer lo que tenemos ganas. Y sobre todo, que a veces hay que aburrirse.
Aburrirse se ha convertido en un tabú, pero es fundamental. Aprender a aburrirse es aprender a crear, a imaginar, a frustrarse y a superarlo.
¿Qué tipo de adultos estamos criando si cada instante de su infancia estuvo diseñado para evitarles el más mínimo vacío?
Y para complicar más las cosas, no solo hemos eliminado el aburrimiento. También estamos perdiendo una experiencia fundamental que por generaciones entrenó nuestra capacidad de compartir, negociar y tolerar la frustración. ¿Cuál es ese otro elemento clave que está desapareciendo?
Parte 4: Crecer Sin Hermanos
El problema de la crianza intensiva no es el único factor a tener en cuenta. Imagina que estás sentado a la mesa y te sirven la última porción de pizza. Si creciste con hermanos, sabes exactamente lo que viene.
Pero para una generación creciente de hijos únicos, ese trozo de pizza siempre les perteneció. Nunca tuvieron que disputarlo. Esa diferencia lo cambia todo.
En las últimas décadas, el número de familias con un solo hijo ha crecido drásticamente. Por ejemplo, en Estados Unidos, la proporción de mujeres que tienen un solo hijo se ha duplicado desde los años 70. En España, el 40% de las familias tienen un único hijo.
En Argentina, cada vez más parejas deciden no tener más de uno, por elección o porque sienten que no pueden permitirse otro.
El retraso en la edad en que las personas tienen su primer hijo es un factor clave. Hoy la maternidad y la paternidad llegan mucho más tarde. En los años 70, la edad promedio para tener el primer hijo rondaba los 24 años. Hoy, en muchos países desarrollados, supera los 30.
Cuanto más tarde se tiene el primero, menos margen hay para un segundo.
El auge del hijo único está transformando nuestra sociedad. Sin hermanos con quienes pelear por el control remoto o armar conspiraciones, estos niños viven en un mundo donde son el centro permanente de la atención adulta. Un trono solitario.
Esto tiene algunas ventajas evidentes: más recursos económicos, atención exclusiva y, frecuentemente, una madurez precoz por estar rodeados de adultos. Los padres pueden invertir todo su tiempo y dinero en un solo «proyecto».
Pero también hay desventajas. Sin la escuela diaria de conflictos y negociaciones que implica compartir habitación, juguetes y atención, muchos hijos únicos crecen con menor tolerancia a la frustración. No han tenido que competir por su lugar.
Psicólogos advierten que esta crianza hiperindividualista puede estar contribuyendo a una generación con un sentimiento de «derecho adquirido».
Una sensación de que el mundo les debe algo simplemente por existir. No es su culpa. Es un efecto secundario de haber crecido en un entorno donde sus deseos rara vez fueron desafiados. Donde el último pedazo de pizza, en efecto, siempre les perteneció.
Los hermanos son la primera lección de la vida social. Te enseñan que no siempre serás el primero, que a veces perderás, que la justicia perfecta no existe. Te obligan a desarrollar empatía, paciencia y resistencia emocional. Sin esa escuela, ¿qué pasa?
Lo más inquietante es pensar en el futuro. Mientras muchos eligen no tener hijos, aquellos que sí deciden hacerlo sienten que uno solo ya es un montón.
El resultado es que estamos creando una generación con menos práctica en el arte de ceder, compartir y negociar.
Justo cuando más necesitamos aprender a vivir juntos, estamos eliminando la relación fraternal: la primera y más poderosa escuela de convivencia que existió jamás.
Epílogo: el futuro que estamos dejando atrás
La caída de la natalidad no es solo un fenómeno estadístico. Es un espejo que nos obliga a preguntarnos en qué tipo de mundo estamos viviendo y hacia dónde queremos ir.
¿Estamos diseñando una sociedad que valore la experiencia de criar? ¿O una donde los hijos se perciben como una carga imposible de sostener?
Hasta acá exploramos razones válidas, reales y contundentes por las que cada vez más personas eligen no ser padres.
Pero en el fondo, también hay algo más sutil. Un giro cultural donde muchas veces la libertad individual y el bienestar personal se convierten en el único norte.
Y en esa búsqueda legítima, tal vez estemos perdiendo algo que no sabíamos que necesitábamos, pero nos aportaba algo esencial: la experiencia de cuidar a otro.
Cuidar a otro como camino para descubrirnos a nosotros mismos.
Porque esta es apenas la mitad de la historia. (Opcional: En un próximo episodio/artículo, vamos a mirar la otra cara de la moneda.) El impacto transformador que puede tener la experiencia de criar.
El sentido profundo que muchas veces nos aporta. Y cómo podríamos reinventar la paternidad para que vuelva a ser compatible con una vida adulta plena.
No como un mandato ni como un sacrificio. Sino como una posibilidad que puede transformarnos, darnos propósito y reconectarnos con algo más grande que nosotros mismos.
Una aventura que puede valer la pena redescubrir.
Porque tal vez el problema no sea que ya nadie quiera tener hijos. Sino que en algún punto del camino olvidamos por qué valía la pena.
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