Desde aquí, uno puede casi imaginar el rugido de antiguas fuerzas telúricas moldeando éstos colosos mientras aún se configuraban los supercontinentes
Fíjate en cómo el sol cae sobre sus paredes occidentales: los contrastes entre luces y sombras marcan fracturas verticales que se asemejan a cicatrices, a heridas de una tierra que se forjó cuando el mundo todavía no conocía a los dinosaurios. Venezuela tiene una geografía prehistórica.
En medio de la vasta sabana de los llanos centrales venezolanos aparece como si la Tierra hubiera exhalado un suspiro milenario. Una serie de formaciones que rompen la monotonía del horizonte. Son los morros de San Juan y no son montañas comunes.
Estas moles de roca parecen haber sido empujadas hacia arriba por gigantes invisibles. Como columnas calcáreas que emergen bruscamente de una planicie que por kilómetros es casi tan plana como una mesa. Desde esta vista aérea, la escena es surreal.

Grandes peñones alargados de flancos escarpados y crestas dentadas se alinean como los restos de una columna vertebral fósil que el tiempo no quiso enterrar. Sus tonalidades entre grises y ocres contrastan con el verde uniforme de los pastizales que los rodean, creando una imagen que parece sacada de otro planeta o mejor dicho de otra era. Porque eso es exactamente lo que son fragmentos del paleozoico y mesozoico, supervivientes geológicos que han resistido cientos de millones de años de viento, lluvia y sol llanero. Y si te parece que su forma recuerda a una especie de muralla natural o a un castillo erosionado, no estás muy lejos de la idea.

Estas elevaciones son restos de antiguos procesos de sedimentación y levantamientos tectónicos compuestos por calizas y dolomitas endurecidas con los siglos. Son como libros abiertos en piedra, donde cada pliegue y cada grieta narra una historia de presión y tiempo.
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