Los últimos trogloditas de Lesoto que viven en las cuevas de Kome

Desde el inicio del siglo XIX cientos de personas viven a más de 1.800 metros de altura, en las cuevas de Kome, entre familias descendientes de las tribus que instauraron las fronteras de este antiguo protectorado para huir de los caníbales. Los últimos trogloditas de Lesoto

En la penumbra de una cueva, Mamotonosi Ntefane, de 67 años, sacude una piel de animal. Es una de las últimas trogloditas de Lesoto, un país del sur de África cuya historia cuenta que se refugiaron en cavernas para huir de los caníbales hace dos siglos.

En las montañas de este pequeño reino enclavado en Sudáfrica, solo se divisan algunos pastores cubiertos con largas coberturas de lana entre la bruma de la mañana.

Una fina humareda blanca se escapa de un afloramiento rocoso a la hora del desayuno: el escondite, a unos 50 kilómetros de la capital, Maseru, está bien vigilado.

Sobre la leña, una marmita negra hierve el tradicional «papa», una crema de maíz.

Los últimos trogloditas de Lesoto

«Aquí estoy bien. Cultivamos nuestras verduras y puedo rezar todo lo que quiero», dice Mamotonosi Ntefane, con un rosario alrededor del cuello.

Desde la puerta abierta de su caverna, la mujer observa las planicies a lo lejos.

La mayoría de los 2,2 millones de habitantes de este país rural aún vive de la agricultura. Cultivan maíz, sorgo y ejotes. Pero también hay aves de corral y ganado.

Algunos de los habitantes, los mayores, reciben una ayuda del Estado. Los otros ganan un poco de dinero mostrando sus cuevas a los escasos turistas.

Colonos y zulúes de Lesoto

La gruta está dividida en varias viviendas redondas adosadas a la roca basáltica. Las paredes y los suelos están hechos de una mezcla de barro y excrementos de animales. Cada tanto hay que restaurarlos.

El mobiliario es básico: una piel de vaca tendida en el suelo sirve de cama y el agua (extraída del pueblo vecino) está en ollas y cubetas de plástico.

Mamotonosi Ntefane se asea con un pequeño jabón que conserva en una cajita metálica.

«Aquí, no hay electricidad ni heladera, pero es nuestra casa, es nuestra historia», explica Kabelo Kome, de 44 años. Es descendiente del primer ocupante que dio el nombre al lugar.

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