Los trabajos científicos y culturales de esta compilación permitieron traer al presente la forma en que vivió y murió el mensajero del Aconcagua, 500 años atrás.
En los primeros días de 1985 un grupo de mendocinos comenzó a remontar el valle de Horcones, principal vía de acceso al cerro Aconcagua. Cinco jóvenes empezando una aventura, enfundados en vistosas camperas de los ochenta y con un desafío por delante: alcanzar la cumbre más alta del continente por una ruta intransitada. No podían saber que en lugar de una escalada épica, estaban por desencadenar la serie de eventos afortunados que rodeó al principal hallazgo arqueológico de Mendoza.
La historia es conocida. El grupo descubrió en un filo a 5.300m los restos de un niño momificado por congelamiento, rodeado por un significativo ajuar funerario. Tomaron la decisión colectiva de no modificar el sitio y sólo recogieron algunas muestras. De regreso a Mendoza acudieron a especialistas y en un lapso de 15 días estaban de vuelta en el filo con un equipo de arqueólogos. Con un temporal en los talones acondicionaron y trasladaron la momia y el fardo funerario a Horcones y luego a un laboratorio en la ciudad, donde replicaron las condiciones que habían preservado durante siglos el cuerpo y las prendas del niño.
Esta eficiente “intervención temprana” permitió que los estudios posteriores revelaran quién era el niño del Aconcagua: una ofrenda en forma de sacrificio humano, realizada 500 años antes por los caminantes incaicos del Cuzco -primeros exploradores de las alturas andinas-. El “mensajero hacia el más allá” que describen los arqueólogos devino un mensajero hacia nuestros días. O como lo define Antonio Salas, un genetista de la Universidad de Santiago de Compostela que está realizando estudios pioneros sobre el ADN del niño: es una asombrosa “ventana al pasado”.
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