En esta etapa de su viaje anual en torno del Sol, el hemisferio boreal de nuestro inclinado planeta se adentra más y más en la oscuridad del espacio. Día tras día hasta el 22 de diciembre, la noche va haciendo progresos. Se hace más larga y clara; aumenta el esplendor de sus estrellas, soles de otros mundos que brillan como gemas y forman grandes signos indescifrables en la aterciopelada negrura del firmamento de diciembre. Es éste el mes para explorar el cielo. En ninguna otra época del año nos ofrece tales constelaciones ni tan brillantes estrellas.
De igual modo que los vergeles, los cielos tienen sus estaciones; la constelación que «florece» en junio no es la misma que da su esplendor en diciembre. Como en las flores, hay en los astros variedad de color. Al levantar la vista hacia el cielo, todas las estrellas aparecen a nuestros ojos cual blancos y fúlgidos cristales; detengámonos a observar ya la una, ya la otra, y hallaremos una sutil variedad de matices.
Lo que determina la calidad de su luz es su temperatura. Las estrellas de temperatura muy elevada son de un blanco resplandeciente, parecido al del filamento de las bombillas eléctricas cuando están encendidas. Las de temperatura «fría» toman un tinte rojizo, como el de ese filamento recién apagada la bombilla. Las de temperaturas intermedias emiten una luz amarillenta, como la del Sol, el astro más cercano a la Tierra. Así, en los cielos de diciembre veremos a Aldebarán, de color de rosa pálido; a Rigel, de un blanco azulado; a Betelgeuze, de tintes que van del anaranjado al topacio. Algunos de los astros más esplendorosos de las noches de diciembre son planetas que como nuestra Tierra, giran en torno del Sol. Por hallarse más cerca del Sol que nuestro planeta, Venus, el lucero de la tarde, es visible sólo a la caída del día o cuando amanece. Brilla Venus con límpidos resplandores de color de oro pálido; se enciende en amarillentos resplandores el gigantesco Júpiter; son rojizos los resplandores que Marte nos envía.
Bastará haber aprendido a hallar en la rutilante inmensidad nocturna unos pocos puntos de referencia para que nos sea fácil guiarnos prontamente por entre la muchedumbre de fúlgidos inmortales a los que dieron nombre hace miles de años pastores astrónomos de Arabia y sabios de la antigua Grecia. Y quien aprende a conocer las estrellas anda siempre acompañado, lo mismo en las calles de la ciudad que en medio del campo.
Situémonos, pues, a cielo descubierto en algún lugar donde las luces de la Tierra, por ser escasas, no puedan deslumbrarnos e impedirnos mirar a sabor las del cielo.
Al dirigir la mirada al Norte, veremos la conocida constelación de la Osa Mayor. Hacia la mitad del lado opuesto, también en el Norte de la bóveda celeste, forma los astros gigantesca M, por la cual reconoceremos la constelación que los griegos llamaron Casiopea. Un trecho al Este del Cenit, esplende una estrella de primera magnitud: la Cabra. Es fácil de hallarla, porque está cerca del pequeño estrecho triángulo formado por estrellas de intenso brillo, aunque menores: las Cabrillas.
Precisamente al Oeste del Cenit veremos a Algol. Nada diremos tocante al brillo de esta estrella, porque es irregular y varía a cortos intervalos. A tal variabilidad, que la hace fluctuar entre la segunda y la cuarta magnitud debe el nombre que le dieron los árabes: al ghul, especie de vampiro o demonio femenino. Los potentes telescopios modernos han revelado que las variaciones de brillo de Algol se deben a cierto género de danza macabra del compañero que gira a su alrededor: una de esas estrellas extintas que son hoy opacos peregrinos de los espacios siderales. Ese astro difunto es el verdadero «vampiro» de los árabes.
Miremos ahora directamente hacia arriba, un poco al Sur. Esa mancha luminosas son las Pléyades, las siete inseparables hermanas del cielo. Próximas siempre unas de otras, envían su blando resplandor a la Tierra. Quien alcance a distinguirlas todas, en vez de las seis que ve la generalidad de las personas, puede decir que es hombre de vista privilegiada.
Mirando hacia el Sudeste hallaremos a Orión, la mayor de las constelaciones visibles en esta época del año. En los primeros días de diciembre, asoma en el horizonte al anochecer; pero, de igual modo que las restantes figuras que la imaginación del hombre forjó con los astros de ese firmamento que gira pausadamente sobre nuestras cabezas, la figura de Orión anticipa su salida cada vez más; y así, a fines de diciembre, aparece a bastante altura del horizonte desde las primeras horas de la noche.
En todas las épocas, en todos los países, la gente ha visto en Orión la figura de un hombre, por lo general un cazador, que ciñendo fúlgido cinturón, audaz el paso, en alto la mano que empuña el arma y protegiendo con la otra mano el pecho, guarda la acometida del Toro, constelación ésta reconocible por su forma de V y por Aldebarán, magnífica estrella de luz rojiza llamada también el ojo del Toro. Para los judíos, Orión fue Nemrod; el forzudo cazador del Antiguo Testamento. Para los esquimales es el Gran Esquimal perseguidor del oso polar. Para los árabes, Orión es el Gigante. Para los antiguos egipcios, era Osiris, el dios de los muertos. Nada une tanto el pensamiento humano a través de los siglos como el indeficiente esplendor del cielo que cobija por igual a todos los hombres, a todas las generaciones.
Alineadas en el cinturón de Orión brillan parejamente tres estrellas: Alnitak, Alnilam y Mintaka. En la rodilla del gigante da su resplandor blanco azulado la estrella Rigel, que dista de la Tierra 540 años luz, y que aparece no obstante a nuestros ojos como una de las gemas más hermosas del firmamento. La intensidad de su brillo es 10.000 veces mayor que la del Sol, el cual se vería empalidecido de hallarse Rigel más cerca de nosotros.
En el punto donde situaron los antiguos la axila del enhiesto brazo de Orión, da su luz Betelgeuze, estrella de primera magnitud, pero tan inconstante como un ópalo. Aunque de luminosidad 2.000 veces mayor que la del Sol, tan pronto semeja una ascua próxima a extinguirse como se enciende de súbito con igual brillo que hace centenares de años, cuando era el astro más resplandeciente de cuantos alumbraban al Norte del ecuador.
En pos de Orión trota, siempre fiel, el Can Mayor. Pronto reconoceremos sus cuatro extremidades, una de las cuales, la mano derecha, tiene levantada. En su boca brilla una gran estrella: Sirio. Enhiesta la cola, poseído del ardor de la caza.
El esplendor de Sirio proviene en parte de su proximidad a la Tierra, de la cual dista solamente 8 y medio años luz, o sea, 80.000.000.000.000 de km, lo cual, tratándose de distancias siderales es casi como decir que está en la casa de enfrente. Por lo demás, Sirio debe mucho de su esplendente belleza a la atmósfera de nuestro planeta, en cuyas invisibles ondas se descomponen como en un prisma los torrentes de luz que ese magnífico astro nos envía.
Tuvo Sirio gran significación para los antiguos egipcios. En el verano, salía poco antes que el Sol, y coincidía su presencia en el cielo de esta época del año con la crecida del Nilo, que devolvía la fertilidad a los campos agotados. Se han descubierto en Egipto templos construidos de suerte que al levantarse Sirio en el horizonte cayese su luz directamente en el altar. Los eruditos creen que Sirio es «el lucero de la mañana» de este pasaje de la Biblia en que Jehová dice a Job: ¿Podrás tú por ventura atar o «detener» las brillantes estrellas de las Pléyades? ¿O desconcertar el giro del Orión? ¿Eres tú acaso el que hace aparecer a su tiempo el lucero de la mañana, o resplandecer el de la tarde sobre los habitantes de la Tierra? (Job: Cap. XXXVIII, Vers. 31-32.)
Así, con el fuego de poética inspiración, llega a nosotros resonando a través de 3.000 años la voz con que nos recuerda la Biblia la infinita pequeñez humana ante la infinita grandeza de los cielos, obra del Autor de todo lo creado. Si queremos abarcar esa grandeza en medida un poco mayor de la que a simple vista nos ofrece, dirijamos la mirada, auxiliándonos con unos anteojos, a la Vía Láctea. La faja de difusa luz blanquecina se transformará entonces en lo que realmente es: una galaxia o universo isla. Este mundo en que habitamos, justamente con el Sol que nos alumbra, forman parte de una comunidad estelar que cuenta con más astros que habitantes tiene nuestro planeta. Si pudiésemos contemplar desde un punto alejado de la Tierra esa sideral ciudad en que los habitantes son las estrellas, veríamos que nuestro Sol no alumbra mucho más que el farolito de una calle de arrabal.
Si pudiesen nuestros ojos sondear el espacio como lo hacen los potentes telescopios de Lick o de Palomar, veríamos surgir nuevas galaxias, nuevos luminosos universos islas rodeados por la negrura tremenda de la inmensidad. Más, para que el ánimo se humille sobrecogido de admiración, basta con levantar en una noche de diciembre nuestra mirada hacia ese firmamento que proclama la gloria de Dios. Ante el lento y misterioso girar de la celeste bóveda por Él regida, se impondrá a nuestro pensamiento la realidad de que este mundo nuestro -con sus vastos mares y sus inmensas selvas, con sus vastas muchedumbres y sus soberbias ciudades, y con sus sueños de arte, y con las aspiraciones de sus almas- es apenas minúsculo grano sujeto al movimiento de la remota y esplendorosa rueda de los cielos.
En ese viaje por la ignota inmensidad del espacio acompaña, sin embargo, al cristiano confortadora luz que es segura guía: la luz que hace más de 2.000 años surgió de súbito en el nocturno cielo cual fuese esa luz que hizo decir a los Reyes Magos: «Su estrella hemos visto en el Oriente», nunca podrán saberlo los astrónomos. Nada hay en la Biblia que indique el mes en que nació Cristo, y aún el mismo año de su nacimiento no consta en la historia sagrada; pero la estrella que guió hasta Belén a los tres Reyes Magos no es mera coincidencia astronómica para el creyente. Es estrella milagrosa, como lo será siempre toda luz que ilumine las almas, ya baje de los cielos, ya brote del amor que enciende el corazón de un niño.
Tomado de: Esplendor de una noche de diciembre Por: Donald Culross Peattie en: Selecciones del Reader’s Digest. Diciembre de 1953. pp 149-154.