“Estuve en los dos extremos”, arranca José María Cebrián Ruiz desde el departamento sin jardín en el que su familia (él, su esposa y sus 11 hijos) están por cumplir un mes de aislamiento total.
Se refiere a que él mismo fue muy escéptico al comienzo: el relato de la “guerra contra el enemigo invisible” le pareció una exageración. También se refiere a él, pocos días después: contagiado, con dificultad para respirar, seguro de que se iba a provocar un “efecto dominó” en sus hijos y con un miedo palpable de que alguno no pudiera saliera adelante.
“Veíamos que en Italia el asunto estaba bastante serio pero, como muchos españoles, no terminábamos de creerlo. No le dimos la importancia que tenía, tampoco pensábamos que nos fuese a tocar a nosotros, vamos”, cuenta a Infobae el arquitecto y docente español “Chema” Cebrián Ruiz. Está en el departamento en el que vive con su familia numerosa en Valladolid, España, aprovechando unos minutos de silencio relativo, mientras la mayoría de sus hijos hace la tarea que les envían del colegio.
Irene Gervas, su esposa, es enfermera y trabaja en el departamento médico de la fábrica de autos de Renault, junto a otras 5.000 personas. “Antes de que se decretara el estado de alarma Irene había atendido a muchos empleados, algunos de ellos habían llegado de Italia y tenían síntomas de coronavirus. Creemos que ahí se ha podido contagiar”, dice “Chema”. De haber sido así, el contagio de Irene no es una excepción a la regla: en España al menos 25.000 integrantes del personal sanitario se contagiaron el virus.
El 14 de marzo, cuando en España se declaró el “estado de alarma”, “Chema” e Irene hicieron lo que hicieron todos en muchos países: fueron a hacer una compra grande al supermercado para sobrevivir al confinamiento con su familia. “También me pude haber contagiado ahí, o en las idas y venidas al colegio hasta ese día con tanto niños”, dice Irene.
La cuestión es que el 15 de marzo, un día después del inicio del “estado de alarma”, Irene empezó a sentirse mal. Tuvo fiebre, dolor de cabeza y de cuerpo y, por ser personal sanitario, le hicieron el test rápidamente. “Dos días después, cuando llamaron para decir que a ella le había dado positivo, yo ya estaba fatal”, cuenta él.
La familia
En su departamento de cuatro habitaciones y dos baños en el que ya habían empezado la cuarentena obligatoria estaban sus hijos: Carmen (15), Fernando (14), José Luis (12), Juan Pablo (11), los mellizos Miguel y Manuel (9), Álvaro (8), Irene (6), Alicia (4), Helena (3) y José María (1).
“Nos informaron que las concentraciones de gente eran muy peligrosas y para nosotros era imposible aislarnos. Tuve mucho miedo a lo desconocido, especialmente por los niños. ‘Si no podemos aislarnos, ¿entonces qué va a pasarnos?’”, cuenta ella. “El pobre médico estaba desquiciado. Aislarnos era imposible y no sabía cómo ayudarnos”. Sin poder ni asomarse por ser “grupo de riesgo” las abuelas -que ya antes eran piezas clave en el reparto de las tareas de cuidado- se pusieron a cocinar masivamente para enviarles comida.
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