Zaporiyia (Ucrania), 7 may (EFE).- Elina Vasylivna era administrativa en Azovstal y sabía que en la fábrica había una importante reserva de agua. Cuando su casa se quedó sin suministro propuso a su marido que se refugiasen allí. Fue el 4 de marzo y no volvió a ver la luz hasta casi dos meses después, cuando salió en el primer convoy de la ONU para rescatar a civiles de Mariúpol.
“Cuando salimos no nos podíamos creer cómo estaba nuestra ciudad. Casi ni se ve, es de color negro. La ciudad está construida ahora mismo de los cuerpos de la gente calcinados. Parece todo petróleo”, relata Elina, que salió el 1 de mayo de la planta. Salió junto con otros 100 civiles pero aún quedan otros 200 y, según fuentes ucranianas, está en marcha la próxima fase de rescate.
Ni ella ni los que estaban en la acería habían vuelto a comunicarse con el exterior desde que entraron. Sí escuchaban constantemente los sonidos de los bombardeos. “Las paredes temblaban, todo temblaba”, dice Elina, de unos 60 años, mientras mueve sus manos arriba y abajo como tratando de imitar el vaivén de las paredes.
Ella estaba con su marido, su hijo y su yerno en uno de los muchos refugios que, según dice, había en la fábrica de acero. Ella calcula al menos 30, pero está segura de que las paredes de algunos no soportaron los bombardeos, así que – dice – hay civiles muertos.
UNA COMIDA AL DÍA
Cuando llegaron a la factoría se pusieron muy contentos porque pensaron que allí estarían a salvo de los bombardeos que habían destruido parcialmente su casa.
“Yo era administrativa allí, sabía que había una gran reserva de agua y que eso era lo más importante para sobrevivir, así que cogimos nuestra ropa y comida y nos pusimos a salvo”, asegura Elina. Por su cabeza nunca pasó la idea de que ya no podrían salir.
En su refugio había unas 30 personas. Una de ellas se encargó desde el primer momento de la cocina. Encontraron en la fábrica un almacén en el que había macarrones, alfalfa, galletas… Pero según dice lo bombardearon y llegó un momento en que se acabó la comida.
“La comida estaba por el suelo mezclada con tierra. Un día mi yerno trajo galletas llenas de cemento. Lo tuvimos que limpiar y comérnoslo porque si no, no comíamos”, explica.
Pidieron alimentos a los “combatientes” de Azov (el batallón formado por combatientes de extrema derecha) que están luchando contra Rusia en esa fábrica.
Se la daban racionada y tenían que ir cada día a recogerla a su sede, a aproximadamente 1,5 kilómetros de su refugio, según dice. Era su yerno el que iba cada día. “Le dieron un casco y un chaleco y cuando iba a por la comida se lo ponía”, explica Elina.
Los combatientes les daban una ración al día para los adultos. “Los niños estaban mejor, ellos comían galletas y a veces les daban dulces”, relata. Por suerte no había bebés en su refugio. En total había siete niños.
UNA RADIO BAJO TIERRA
Según cuenta Elina, tenían una radio. Escuchaban las noticias rusas y las ucranianas. “Oíamos de los dos lados, a ver qué decía cada una de ellas”, explica Elina, que comenta que había refugiados también “rusos” que escuchaban sus noticias y estaban convencidos de que los prorrusos iban a ayudar a la gente.
De hecho, cuenta que durante la evacuación algunos decidieron quedarse en “territorio ruso”, asegura en alusión a la ciudad ya ocupada. Según afirma Rusia les decía que no fueran a Ucrania porque allí había guerra.
Ella, sin embargo, tiene claro que no volverá a Mariúpol si su ciudad no vuelve a ser Ucrania. EFE
Curadas | Vía Agencia EFE
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