Julio Márquez Belloube
Soy un tipo pacífico y pacifista. Mis únicos actos de violencia que recuerdo fueron una pelea a las manos en 1.º grado de primaria con el grandulón del salón –que por supuesto perdí-, y mucho más grande, ya en bachillerato, tuve dos conatos con un jugador de fútbol del Colegio Champagnat (yo jugaba en el San Luis): Más tarde el grandulón se convirtió en protagonista de telenovelas, y por si fuera poco, luego se empató con Delcy, la alta funcionaria. Fue ese mismo personaje el que afirmó que ella “era la mujer más bella y brillante que había conocido”. No puedo decir el resultado de ambos enfrentamientos, pues inmediatamente pasaron a ser tánganas pasajeras, rápidamente sofocadas luego de dos o tres
puñetazos.
Así pues, todas las diferencias siempre se contuvieron en el plano de la dialéctica y aunque nunca rehúyo la discusión y el debate, nunca más acudí al expediente de las trompadas para resolver diferencias de ninguna índole. Y no es que sea un Gandhi ni mucho menos, pero siempre me pareció que ofuscarse y perder los papeles era más un símbolo de debilidad que de valentía.
Con el tiempo, y más desde que empecé a impartir clases de Macroeconomía en la Universidad Metropolitana, pregonaba que había que hacerles más caso a los designios de la razón que a los
impulsos del corazón (y de las vísceras).

Mi idílica relación con la no violencia resistió estoicamente discusiones con los que apoyaron las cobardes intentonas golpistas en el 92 del pasado siglo, con los que celebraron la defenestración de CAP en 1993, con los que denostaban –con sus corazones, sus vísceras y sus cerebros de maní- de los 40 años de democracia dizque “porque ahora sí se va a poner orden”, y con toda la fauna vernácula que apoyó de manera irrestricta al “líder” y a la banda de obsecuentes que implantaron el llamado Socialismo del Siglo XXI.
Discutí, debatí, trate de explicar – casi siempre sin éxito- la tragedia que se cerniría sobre Venezuela, pero claro está que el país no escuchaba razones y se dejaba llevar, esta vez sí, por el sentir de las más nauseabundas vísceras en las que termina el aparato digestivo: el revanchismo, el resentimiento y el odio.
Ya inmersos en el estado de cosas de la involución esa a la que llamaron revolución, y agredido por el discurso que instigaba al odio sobre aquellos que no comulgábamos con el mandón, muchas veces hice de tripas corazón para no destriparle el corazón y la jeta a muchas boinas rojas. Hoy me admiro de cuán profunda era mi sensibilidad y mi amor por los insólitos pasillos, veredas y alamedas de la paz (la cursilería también se nos impregnó en el chavismo).
Vimos con estupor cómo se apoderaron de todo, cómo implantaron su hegemonía comunicacional, cómo expropiaron, confiscaron y robaron empresas, cómo destartalaron PDVSA que ahora era “doja,
dojita”, vimos cómo murió Franklin Brito, cómo disparaban a las manifestaciones y cómo se implantaba una locura y un delirio totalitario con los abundantes petrodólares que aún nos pagaba el “enemigo imperialista”. Y no caímos jamás en la violencia.

Cuando muere el líder galáctico y lo sucede su hijo en una muy cuestionada elección luego de la cual nos mandaron a tocar cacerolas para drenar nuestra arrechera, fuimos testigos del “dakazo”, quizás la más estúpida, primitiva y alienada manera de destruir el entramado comercial mientras las boinas rojas aplaudían a rabiar. Más adelante –haciendo gala de un autocontrol digno de un monje tibetano- cuestionamos la llamada “salida” pero mucho más repudiamos el asesinato a mansalva, la detención y la tortura aplicada a jóvenes que solo hacían uso de su sagrado derecho constitucional a la protesta. Y seguíamos respirando profundo…
En esos días se promulgó un adefesio denominado ley de precios justos que sintetizaba en un bodrio legal todas las aberraciones, malas prácticas, errores y malas intenciones que la ignorancia, la mala fe, la chambonería y el aniquilamiento en serie de empresas podía contener. Recuerdo que lo leí detenidamente artículo por artículo y no podía dar crédito a esa pieza rocambolesca e inverosímil impregnada de una alarmante sarta de imbecilidades contenidas en una ley. Reconozco que sobrerreaccioné. Intuí en segundos la avalancha de desinversión, escasez, desempleo, conflictividad, prisiones injustas y demás hierbas que produciría semejante esperpento.

Pocas veces hago mercado, pero al día siguiente de que se publicó en gaceta oficial, salí decidido a hacer el mayor mercado de mi vida en uno de los automercados más grandes ubicados en el este de la ciudad. Entré al recinto y enseguida empecé a cargar el carrito con todas las latas que pudiera conseguir –sí, ya reconocí que los nervios me invadieron y sobrerreaccioné- e inicié mi jornada agarrando dos bandejas de 24 latas de atún que eran las últimas que habían dejado los que llegaron segundos antes que yo.

Recuerdo que compre latas de champiñones, de alcachofas, de salchichas, de maíz amarillo, de sardinas, de pepitonas normales y picantes, de diablitos, de caraotas, ensaladas de frutas, palmitos, espárragos y todo aquello que me ayudara a sobrellevar el desierto que se avecinaba. Latas, latas y más latas.
El automercado estaba repleto todavía de productos, pero también de gente. Cuando llené el carrito al punto que casi no podía rodar por el peso, me dispuse a ir a la caja a pagar. Pero no, en la “Venezuela potencia” de entonces eso no era tan fácil.

Un automercado con 32 cajas tenía trabajando solo 4 cajeras, así que cada cola llegaba hasta el final del recinto. Como no había desayunado y tenía hambre seguí aplicando mi técnica de autocontrol de pequeño saltamontes y tomé una lata de papas con queso (de la importada) y me devoré la mitad en la cola. Me dio sed, por supuesto. Dejé el carrito – que parecía un camión del IMAU- en la cola y fui a una suerte de fuente de soda ubicada en el medio del local a comprar un refresco, pero la cola para pagar se unía con las 4 colas de las cajas que iniciaban al principio.

Regresé al camión del IMAU sin saciar mi sed y de repente me percaté de que llevaba ya dos horas y la cola apenas se había movido. Seguí aplicando técnicas ancestrales de relajación, pero sentí que mi piel se estaba decolorando en un tono verdoso. Detrás de mí unas cuantas señoras muy elegantes y entradas en edad, lidiaban con la situación mucho mejor que yo. Delante de mí había varios carritos llenos que contenían dos, tres y cuatro bandejas de 24 latas de atún. De mi fuerza interior salía la determinación para no abandonar la cola con el camión cargado de latas a veces reforzada por un chiste de una de las señoras encopetadas detrás de mí.
Resistí como pude hasta que escuché un grito estridente que decía:
¡Abrieron la caja 7!
Como conductor de Fórmula Uno agarré mi camión del IMAU, me salí de la cola y me abalancé sobre la caja 7 recién abierta, llegando de 4.º después de otros corredores que bien parecían haber tenido experiencia en la Ferrari, y todos cargados con bandejas de atún. Ya veía el final del túnel, yo en mi adecuado lugar y las doñas que me siguieron ubicaron sus puestos respectivos. ¡Más de tres horas! La garganta sedienta, con sabor a papa con queso, extenuado, pero faltaba menos.
Finalmente llegué a Ítaca. Me recibió una Penelope tropical con figuras en las uñas que se disponía a pasar cada producto, ergo cada lata, en el lector. Cuando faltaba poco, solo las dos bandejas
de 24 latas de atún, pasó un arrogante supervisor que sin verme a la cara dijo a la cajera:
“Solo 8 latas por persona”
Fue en ese breve instante que este hijo de Gandhi, seguidor de la doctrina pacifista del Dalai Lama, seguidor irredento de la Madre Teresa de Calcuta y San José Gregorio Hernández, mandó a la mierda todo el autocontrol y sus técnicas ancestrales de relajación y le dijo a la cajera:
¡A mí me facturas mis dos bandejas de atún como hiciste con todos los demás antes de que yo o esta cola no se mueve más!, exclamé.
Lejos de molestarse, las doñas encopetadas me apoyaron y me sentí parte de una banda infernal, de una patota de doñas del Cafetal que son más violentas que los Hells Angels en sus Harley-Davidson. Una cofradía de la muerte. Todas le gritaban a la cajera que me facturara mis bandejas, que no hiciera diferencia con los clientes, que agilizara la malvada cola, pero la Penélope asustada me decía que debía hacerle caso al supervisor.
Me planté. No cedí. No saldría de allí sin mis 48 latas de atún que esta ley de las mil barrabasadas me obligaba a comprar. Y fue allí, en ese sublime e inolvidable momento en el que el flaco, bigotudo,
amargado y resentido supervisor vuelve a la caja y dice con su voz firme y estentórea:
“Dije que son 8 latas por persona. No saboteen la cola escuálidos de mierda”, gritó el vulgar empleado.
No puedo explicarles lo que sentí. Un deja vu me llevó a 4.º año del colegio con mi uniforme de fútbol de San Luis que era el mismo del glorioso Flamengo de Zico y Junior; ví en la cara del bigotudo al mismo idiota que dijo que Delcy era la mujer más bella e inteligente del planeta y antes de que terminara de decir la escatológica palabra “mierda” ya estaba yo sobre el aventándolo al piso y pegándole en la cara puñetazos a lo Mike Tyson, mientras las doñas del Cafetal le pegaban patadas con sus zapatos de tacón de punta dura y pulida.

Drené, lo confieso. Fue una especie de catarsis redentora y transformadora y duró hasta que los muchachos que llenan las bolsas nos separaron a mí y a la jauría de Ángeles del Infierno a las cuales amaré por siempre. El cobarde huyó corriendo como terminan todos los que se sienten poderosos y abusan de su autoridad. Seguro el supervisor chavista, siguiendo el ejemplo de sus camaradas, siguió insultando. Pero me alegra saber que lo hizo con al menos dos dientes menos en su jeta.
Después de este infausto suceso, prometí volver al pacifismo, a la razón sobre el corazón, a dirimir las diferencias con la palabra y no con los puños. A la no violencia. Y tengo que decir que cumplí mi palabra, hasta el día en que me robaron la batería del carro y tuve que hacer una cola en la madrugada con el carro remolcado por una grúa, para que un capitán del ejército permitiera a la empresa fabricante venderme una batería. Pero ese cuento no me atrevo a contarlo.
Si bien nuestro poeta mayor Rafael Cadenas afirma: “Que cada palabra lleve lo que dice. Que sea como el temblor que la sostiene”, no quiero finalizar esta nota sin antes ofrecer disculpas a los amables lectores, y desde luego al portal que me da asilo, por alguna frase o palabra altisonante contenida en este escrito.
Por cierto, las latas de atún eran una verdadera porquería incomible y no pude dárselas ni a las perras. Y la ley de precios justos sigue vigente y no ha sido derogada formalmente.
Curadas | Vía Jesús Peñalver
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Excelente escrito, como no se escribir puedo decir que siento que lo escribí yo, gracias Sr. Peñalver
Luis Miguel, nos alegra mucho que te haya gustado el artículo que publicamos. Gracias por comentar y por seguir a Curadas.
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Excelente artículo, un espejo de la realidad que ha tocado vivir . El venezolano es resiliente y lleva el humor en sus venas lo cual ha permitido surfear las olas en estos procesos del cambio para mantener en alto la identidad con el país, somos todos quienes modelamos a Venezuela y no el gobierno de turno que como nubes pasarán !
Albelena, gracias por el comentario. Nos alegra que te haya gustado el contenido que compartimos. Por favor únete a Curadas si es tu gusto:
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Saludos.
Gracias, por recordarnos todos, eso días de infiernos vividos demaciado bueno su artículo