José Gregorio Hernández, hoy santificado, ha inspirado de manera espiritual y literaria, un texto que obliga a la reflexión sobre la psicología de la culpa y el dolor eterno de un hombre quien, por ironía del destino, protagonizó la fatalidad de un delito culposo.
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Desde aquel fatídico día me acoplé a una existencia silenciosa, a una cárcel sin paredes y sin rejas. Voces ambiguas me atormentaban.
Murmullos entremezclados hablaban de consternación, de lo ejemplarizante de su vida, de la profundidad de los conocimientos de quien ahora descansa en paz y, a las cuatro de la tarde, en el amplio Salón del Paraninfo de la Universidad Central de Venezuela, fui uno de los miles que acompañamos su cuerpo en capilla ardiente.
En Venezuela se habló de catástrofe nacional: el Ministerio de Instrucción Pública decretó duelo en los institutos de enseñanza superior, los comercios no abrieron y el Teatro Nacional enmudeció y vistió de negro a sus personajes.
Ese día, el telón no tuvo fuerzas para levantarse. La tierra lloró de rabia… yo, de impotencia.
¿Destino o fatalidad?
No sé, pero ese insigne y casto hombre, maestro de almas brillantes, galeno caritativo y miren qué casualidad, falleció el 29 de junio de 1919, el mismo día que treinta y un años atrás obtuvo el título de doctor en medicina…
Sin saberlo, fui el vehículo de Dios para que muriera un hombre y naciera un santo.
No fue con intención. Tampoco es cierto que sólo había tres carros en Caracas. Había setecientos y hace más de quince años habían llegado al país.
Yo conducía un Essex Super Six año 1918. Subí de la esquina de Guanábano a la de Amadores.
Delante de mí, había un carro del tranvía eléctrico. Un muchacho que manejaba una carretilla venía en sentido contrario. Le di paso.
Seguí tras el tranvía, tomé a la izquierda, apliqué la segunda velocidad y toqué corneta por si alguien se bajaba del tren del lado de la calle.
Cuando el motorista del tranvía, en La Pastora, llegó a la esquina de Amadores, quitó la corriente y yo pisé el acelerador. Iba a cambiar la velocidad a tercera cuando de pronto una persona, por intentar esquivar mi automóvil que apenas si lo rozó, dio unos pasos hacia atrás y cayó de espaldas. Detuve el carro y me acerqué. Era el Dr. José Gregorio Hernández.
Treinta mil dolientes acompañamos el ataúd
El trayecto duró una hora que me pareció interminable. La Banda Marcial de Caracas dirigida por el Maestro Pedro Elías Gutiérrez, ejecutó piezas de Chopin e incluso interpretó una elegía que compuso para el difunto.
En medio de la multitud, cerré los ojos. Por un instante me puse en su lugar. Seguramente él, abstraído, pensaba en sus pacientes, pero… ¿Por qué tuvo que cruzar? ¿Por qué compré este vehículo? ¿Por qué era yo quien conducía? ¿Por qué hay tranvías? ¿Por qué hay aceras de enfrente?…
No tengo respuestas. Solo sé que lo vi caer, que escuché un golpe seco y que su sien derecha sangró. Quería continuar con los ojos cerrados pero los rezos angustiados de muchas voces me obligaron a abrirlos.
¡Maldita sea! ¡Para qué abrí los ojos! Lloré, al igual que todos lo hice, pero mi dolor era distinto.
Sólo las plegarías de Monseñor Felipe Rincón, Arzobispo de Caracas, quien oficiaba en la Catedral la misa de cuerpo presente, me permitieron albergar consuelo ante la tortura de un llanto acusador y de miles de voces que en mi mente me atacaban y no pretendían callar.
Nuevamente, el repele de mi alma destrozada se fraccionaba. Nadie se percató con qué fuerza golpeé mi pecho durante el acto de contrición. La oración del “Yo pecador” quemaba mi garganta: “Yo confieso, ante Dios todopoderoso… Por mi culpa, por mi culpa. ¡Por mi gran culpa!”
… Y la voz aturdida de mi conciencia gritaba: ¡No fue mi culpa!
Caí de rodillas. Lloré. Recé… Volví a llorar. Volví a rezar.
El recuerdo del accidente continuó persiguiéndome: después que reconocí al herido lo subí al auto con ayuda de un transeúnte quien rezó durante el camino.
Minutos más tarde llegamos al Hospital Vargas. Como no había médico de guardia, fui con el bachiller Otamendi a buscar al Dr. Luis Razetti, ahora una estatua. Su diagnóstico: fractura de cráneo.
Encendimos velas blancas y con luces de fuego llegamos al Cementerio General del Sur. Eran las ocho de la noche del 1ro de julio de 1919.
Al día siguiente, un hombre tocó a mi puerta: señor Fernando Bustamante Morales –me dijo- queda detenido por haber arrollado al Dr. José Gregorio Hernández.
Al poco tiempo me soltaron, pero el comisario que me arrestó nunca se dio cuenta que yo era la desesperanza de un pecado inocente, de una culpa inmerecida.
Y esa es mi verdad.
Yo, ahora, ya no existo. Fui el único muerto que falleció dos veces: la primera a los 25 años cuando ocurrió el accidente; la segunda, 62 años después, aquel primero de noviembre de 1981, Día de Todos los Santos, cuando la muerte me arrastró por última vez.
¡Qué desdicha la mía! Hice el primer milagro de José Gregorio, pero al revés.
¡Qué ironía!, un santo me ha llevado al infierno.
Jeanette Ortega Carvajal
@jortegac15
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