La familia siempre fue nuestra mayor certeza. Quien esto escribe creció en un hogar donde la familia se reunía siempre en la casa de los abuelos y, cuando estos faltaron, en la casa de los padres hasta que, cuando ellos también se fueron, los almuerzos dominicales se trasladaron a nuestra casa, con la única diferencia de que ahora nosotros éramos los abuelos y disfrutábamos del calor de los hijos y los nietos.
Pero una tragedia se ha abalanzado sobre nuestra patria. Se decía que Venezuela era una nación “condenada al éxito”. Su economía, antes próspera, ha sido destruída. La industria petrolera yace arrasada e improductiva producto de la politiquería, la corrupción y la incompetencia. Los campos, antes fértiles, están abandonados y ociosos. Las industrias han cerrado sus puertas. Un grupo político salvaje e ignorante, cargando bajo el brazo como única biblia el Capital de Carlos Marx (que ni siquiera se han leído y menos entendido) ha desatado una revolución empobrecedora y estéril, reviviendo odios y resentimientos sociales que creíamos haber enterrado para siempre después de la Guerra Federal en el Siglo XIX.
Abundan los datos que evidencian el brutal deterioro que padecemos. Pero esos indicadores, fríos, no sirven para medir la dimensión del daño moral ni los profundos niveles de sufrimiento humano que esconden.

La ausencia de moral campea por sus fueros en esta suerte de oligarquía (si es que así puede llamarse esta aberración) de nuevo cuño que ha surgido al amparo de una corrupción desenfrenada. Lo peor de una sociedad se ha reunido en torno a un grupo cínico que carece de valores y escrúpulos y cuyo único dios es el dinero, sin importar que sea malhabido y, si lo es, tanto mejor porque es más fácil.
La consecuencia es que más de cinco millones de venezolanos han tenido que emigrar buscando en otras tierras lo que la suya propia le negó. Fuimos siempre un país de inmigrantes que abría los brazos a quienes quisieran venir a compartir nuestro futuro. Pero ahora esa tendencia se ha invertido. Hoy la xenofobia transforma a muchos de nuestros compatriotas en objeto de rechazo en otras naciones del continente.
Ahora son nuestros hijos los que se van. Eso es una herida que lacera el alma. El país se está quedando sin sus jóvenes más capaces. Profesionales bien preparados y listos para dar su aporte al bienestar, tanto propio como al colectivo, se han ido en lo que sin duda es la mayor fuga de talentos que ha conocido historia latinoamericana. El daño para Venezuela es inconmensurable. Junto con Siria somos el país con mayor número de migrantes.
A veces las anécdotas son la mejor forma de ilustrar un caso. Quien esto escribe decidió despedir el año viejo y celebrar el nuevo con todos sus hijos en Paris. Se trató de un Año Nuevo digital. Puesto que los hijos están dispersos por el mundo en cuatro husos horarios diferentes, todos acordamos conectarnos por Zoom a la hora en que en Francia se celebra el advenimiento del nuevo año para darnos el tradicional abrazo. “Madre, esta noche se nos muere un año” -pero la madre de mis hijos se fue con los abuelos- “Cómo son ácidas las uvas de la ausencia, porque tienen el ácido de lo que fue dulzura” nos decía Andrés Eloy Blanco en “Las Uvas del Tiempo”. Los que quedamos nos dimos un abrazo virtual cargado de emotividad, con lágrimas en los ojos, pero con la frialdad propia de la tecnología, sin el beso tradicional de medianoche.
José Toro Hardy, editor adjunto de Analítica
Tremendo talentos se han perdidos por culpa de un grupo de parasitos incapacitados ni para administrar una gallera me perdonan los dueños de galleras
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