¡Todo árbol es sagrado y mi vida también lo es! por Rodolfo Izaguirre

Mucho antes de que los seres humanos inventaran el alfabeto, escribió el jardinero, filósofo y antropólogo español Santiago Beruete en su hermoso libro «Verdolatría. La naturaleza nos enseña a ser humanos», los árboles ya practicaban su propia escritura. La trama de ese relato, pródigo en detalles, puede leerse en los surcos de su tronco mucho tiempo después de que el recuerdo de los acontecimientos que los inspiraron se haya disipado. Algunos de los ejemplares más longevos del planeta ya existían hace cinco mil años, afirma Beruete, cuando los primeros escribas sumerios y egipcios garabateaban con sus punzones signos e ideogramas en sus tablillas. 

Verdolatría es un fascinante libro que ha reafirmado la vida de mi amiga Tita Beaufrand y entre millares de sabias verdades y reflexiones dice que los árboles son los organismos vivos más grandes, longevos y con más biomasa del planeta, con independencia de la variedad a la que pertenezcan.

Las secoyas gigantes de la familia de las cupresáceas son los más altos del mundo. Cuarenta de ellos se elevan majestuosamente por encima de los cien metros de altura y siguen creciendo mientras escribo estas líneas.

Secuoyas gigantes, los gigantes del bosque

Otro miembro de esa especie conocido popularmente como el General Sherman pasa por ser el más pesado y voluminoso, el que acumula más metros cúbicos de madera a juzgar por el grosor de su tronco y su colosal copa.

Si queremos saber cuál es uno de los más altos del mundo, sin duda tenemos que hablar del General Sherman

Y entre los más viejos se encuentra un pino bautizado como Matusalén, de las Montañas Blancas de California al que se le atribuyen 4.841 años de antigüedad;

Pinus longaeva: el árbol más antiguo del mundo

un ciprés más conocido como Zoroastrian Sarv de la provincia de Yartz en Irán con una edad estimada de al menos 4.000 años;

El Sarv-e Abarkuh es el árbol vivo más antiguo de Asia y el segundo del mundo.

el tejo que crece en un pequeño cementerio parroquial junto a la iglesia de St. Digan en Llanegernyw Gale, que supera de largo los 3.000 años;

Este tejo de la iglesia de St Cynog’s, Sennybridge, tiene 5 milenios [WALES NEWS SERVICE]

el Castaño de los Cien Caballos localizado en las laderas del monte Etna en Sicilia, el más anciano de su especie con una edad comprendida entre los 2.000 y los 4.000 años;

En la isla italiana, este antiguo castaño crece a tan solo ocho kilómetros del cráter del volcán Etna.

o el olivo de Vouves en la isla de Creta asimismo de más de 3.000 años de vida, entre otros muchos árboles milenarios repartidos por los cinco continente.

El Olivo más Antiguo del Mundo Está en Creta, Grecia

Los años que me vieron correr primero por las caminerías del Parque del Este y luego a campo traviesa y miraba a Salvador Garmendia capitaneando al «Ateneo que camina», como llamaban en el Parque al grupo de amigos y pedagogos que se le unieron, me obligaron a acelerar mi trotecillo sexagenario o septuagenario pero siempre elegante y pasaba a un lado veloz y los saludaba alegremente: «¡Esos intelectuales!» y al dejar de verlos, recuperaba la ancianidad de mis pasos.

En la tarde, en la sala de mi casa, Salvador decía que en el Ateneo que camina se comentaba que me estaba preparando para el maratón de Nueva York. «A veces, agregaba Salvador, se nos une Manuel Caballero con ropa y zapatos deportivos comprados a última hora y echa los mismos malos chistes de siempre, pero acezando»

El hecho es que el Ateneo que camina me vio abrazar a los viejos árboles que encontraba en mis correrías y al abrazarme a ellos sentía que se asentaba en mí el vigor que los mantenía vivos  y  vibraba y recorría por todo mi cuerpo la misteriosa  presencia del tiempo y ahora mientras leo con avidez a Santiago Beruete vuelvo a sentir al tiempo devolviéndose en mi memoria.

Sí, siento correr por mis venas el tiempo vivido por el árbol de mayor edad, un tiempo marcado en las rugosidades de su corteza, y en sus círculos interiores la savia que navega en su tronco y se reparte entre sus ramas y desde entonces cada árbol que veo y toco es un ser vivo y sagrado porque también yo lo soy. Se lo dije a Salvador cuando me vio a los ojos con mirada de lástima porque sabía que le quedaba poco tiempo y me confesó que ya no podía disfrutar más la compañía de sus amigos del Ateneo que camina. «¡Abrázate a un árbol, le dije, y seguirás viviendo!»

¡Pero no lo hizo, escapó, desertó del Parque. Parece que las últimas palabras que le escucharon decir mientras lo llevaban para la clínica fueron: «¡Avísenle a los Izaguirre!» Yo sigo abrazado a los árboles porque sé que son sagrados y mi vida también lo es!

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Rodolfo Izaguirre

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