El fracaso de una respuesta global al coronavirus evidencia un vacío de liderazgo

Los líderes del mundo han empezado a hablar de la gravedad de la pandemia. Pero en lugar de coordinarse, cada país traza sus fronteras.

En Frankfurt, Alemania, la presidenta del Banco Central Europeo advirtió que el coronavirus podía detonar una crisis económica tan grave como la de 2008. En Berlín, la canciller alemana alertó que el virus podía contagiar a dos tercios de la población de su país.

En Londres, el primer ministro del Reino Unido desplegó un paquete de rescate de casi 40.000 millones de dólares para amortiguar el impacto del brote en su economía.

Mientras el saldo de los afectados por el virus continúa en aumento y los mercados financieros desde Tokio a Nueva York siguen cayendo, los líderes mundiales finalmente empiezan a hablar de la gravedad de lo que ya es oficialmente una pandemia.

Sin embargo, esas voces siguen sonando más a una cacofonía que a un coro, un balbuceo disonante de políticos, todos con sus propios problemas para afrontar los múltiples retos causados por el virus, desde su abrumadora carga a los hospitales y trabajadores de la salud hasta su devastación económica y el creciente número de fallecidos.

Al coro también le hace falta un director, un papel interpretado por Estados Unidos durante la mayoría de la era posterior a la Segunda Guerra Mundial.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, no ha trabajado con otros líderes para diseñar una respuesta en conjunto, y ha preferido promover su muro fronterizo que hacerle caso al asesoramiento científico de sus propios médicos expertos. Durante un discurso en el Despacho Oval realizado el 11 de marzo, impuso una prohibición de 30 días a los viajes de Europa a Estados Unidos alegando, sin ninguna evidencia, que la laxa respuesta inicial de la Unión Europea había traído más casos del virus a través del Atlántico, con “un gran número de nuevos grupos” sembrados por viajeros de ese continente.

El secretario de Estado de Trump, Mike Pompeo, ha decidido llamar a la epidemia como el “virus de Wuhan”, lo que denigra al país donde se originó y complica los esfuerzos para coordinar una respuesta global.

El mismo desprecio por la ciencia y el impulso de bloquear extranjeros ha caracterizado a líderes desde China a Irán, así como a populistas de derecha en Europa, lo cual ha generado cinismo y ha provocado que la gente no sepa a quién creerle. Lejos de intentar erradicar el virus, líderes poderosos —como el presidente de Rusia, Vladímir Putin, y el príncipe heredero de Arabia Saudita, Mohamed bin Salmán— se han aprovechado de la conmoción para encubrir medidas que consolidan su poder.

Pero incluso así es muy simple achacarle todo a Trump o a los líderes del mundo. Parte del problema es simplemente la naturaleza malvada del patógeno.

El coronavirus ha resistido las estrategias que los países han usado contra calamidades mundiales previas. Misterioso en su transmisión e implacable en su propagación, ha hecho que los países intenten respuestas totalmente divergentes.

La falta de estándares comunes en las pruebas de diagnóstico, en la cancelación de concentraciones públicas y en las cuarentenas, ha profundizado la ansiedad de las personas y debilita la confianza en sus líderes.

Las crisis simultáneas en la oferta y demanda —fábricas de iPhone cerradas en China; góndolas vacías en Venecia, Italia; y pasajeros abandonando cruceros, hoteles y aerolíneas en todas partes— son fenómenos inéditos que es posible que no respondan a las medidas que los gobiernos utilizaron contra el desajuste que vino después de los ataques terroristas de septiembre de 2001 y la crisis financiera de 2008.

 

Vía NYT

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