«Desde julio, los casos de COVID-19 en niños han aumentado un 240% en EEUU». Con este titular, el director ejecutivo de Pfizer, Albert Bourla, defendía la semana pasada «la necesidad de vacunar» a los menores de 12 años cuanto antes y reavivaba el interés en una pregunta que había pasado algo desapercibida en los últimos semanas: vacunadas las embarazadas y otros grupos especialmente protegidos, ¿qué hacemos con los niños?
Y es que tras meses repitiendo que los niños tenían mucho menos riesgo de desarrollar la enferdad y generar síntomas, la cuestión de la vacunación infantil se ha vuelto sorprendentemente polémica en la opinión pública. Una polémica que, como ya hemos visto en otras ocasiones durante la pandemia, se ha convertido en un revoltijo en el que los argumentos razonables y ponderados aparecen mezclados con ideas que solo podemos calificar de pseudocientíficas y conspiranoicas.
Y digo «sorprendentemente» porque, si nos fijamos en las últimas vacunas que han entrado en el calendario común de vacuanción, podremos ver que la mayoría de ellas lo han hecho con ensayos clínicos más pequeños y actúan frente a enfermedades con tasas de mortalidad (en niños) menores o similares al COVID. ¿Tiene sentido todo este debate?
Intereses, vacunaciones y salud pública
Las declaraciones de Bourla no son una sorpresa. Al contrario, se enmarcan dentro de un esfuerzo de las grandes farmacéuticas por poner en marcha grandes ensayos clínicos que les permitan obtener datos específicos con los que convencer a las agencias reguladoras y a los estados de que hay que cruzar la barrera de los 12 años. Un esfuerzo que ya está empezando a dar sus frutos y que ha permitido presentar a la misma Pfizer los resultados provisionales del ensayo en fase 2/3 que está llevando a cabo con niños de entre 5 y 11 años.
Y, precisamente esto, genera suspicacias. Sobre todo, porque las grandes farmacéuticas no han mostrado mucha delicadeza a la hora de defender sus intereses. Sin ir más lejos, pese a que los estudios que iban publicándose la inmunidad de las vacunas aguantaba a la perfección, los portavoces de los laboratorios aseguraban que la tercera dosis de recuerdo era una necesidad imperiosa. Esto, a medida que los países desarrollados llegaban a sus particulares «techos vacunales», ha generado la impresión de que era parte de una estrategia más comercial que sanitaria.
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