Con las botas puestas – por Rodolfo Izaguirre

CON LAS BOTAS PUESTAS

Crucé toda Ciudad de México sin salir de Reforma para comprar unas botas de motocross y equipar debidamente a mi hijo mayor que se abrazaba a ese deporte. 

En Caracas fui con Belén a comprar una moto y de todas las que estaban en venta, mi mujer eligió la más pequeña creyendo, como la abnegada madre que fue, que el hijo encaramado en aquella moto enana no encontraría tantos peligros, pero el vendedor se le acercó y le dijo:

“Señora, si usted le compra esa moto a su hijo, él sin duda se lo agradecerá, pero en realidad la moto que él quiere es esa que está allí” y mostró una moto más grande y poderosa. 

Acepté que el vendedor tenía razón, convencí a Belén y nos llevamos a casa la moto para suprema alegría del hijo, sin percatarnos de que el apetecible deporte consistía en enfrentar irregularidades del terreno, subir y bajar cuestas y avanzar y dar vueltas con temeraria velocidad bajo un sol de castigo y un volcánico calor en algún descampado de Guarenas o en cualquier otro polvoriento lugar.

Aquella insólita aventura mexicana formaba parte de los enormes y sagrados sacrificios a que se obligan los padres, para hacer de sus hijos gente de bien y soportarles el mal carácter, las rabietas, alimentarlos, vestirlos, calzarlos, mandarlos a la escuela con bulto, uniforme, cuadernos, lápices y reyones para pintar de verde las montañas y de azul los mares y océanos y costear los fríos y aburridos libros de texto. 

Se trata también de las entradas al cine, de las costosas meriendas y fiestas con las chicas y chicos, del cronómetro para medir el tiempo del motocross, su costoso equipo protector: guantes, casco, anteojos y el trailer para cargar la moto y las botas que fui a comprar en México. 

Pregunté en el hotel donde nos alojamos y me dijeron que en efecto un excampeón mexicano de motocross sostenía una empresa y taller, donde se ocupaba de reparar motos y vender accesorios y allí me fui con el propósito de comprar unas botas y ofrecerlas de regalo al hijo en Caracas.

Sabía que los jinetes cubren sus piernas por encima del pantalón con botas de montar altas y suaves y los militares igualmente altas, pero duras. Las del excampeón mexicano eran igualmente altas, pero más duras y costosas, capaces de evitar fracturas y contratiempos.

No tuve inconvenientes en llevarlas al hotel dentro del taxi, pero no logré encontrarles acomodo en la maleta cuando tuve que viajar en el avión de regreso a casa. Eran demasiado grandes y pesadas y tuve que llevarlas puestas dentro del aparato. Caminaba como el monstruo de Frankestein con las piernas separadas y los pies rígidos, porque la dureza de las suelas impedía flexionarlos al caminar y lo hacía con pasos lentos y torpes; parecía la estatua andariega que nunca tuvo Juan Vicente Gómez cuando caminaba enfermo de la próstata.

Subí penosamente la escalera del avión y confronté enormes dificultades para sentarme, porque tampoco encontraba espacio para quitármelas lo que me permitió decirle a mi atribulada esposa en tono irremediablemente profético, mirándola a los ojos y abarcando al avión: “Belén, si he de morir, moriré con las botas puestas!” 

Llegué a Caracas y en el aeropuerto de Maiquetía los funcionarios y los viajeros en tránsito miraban con asombro mi insólito andar de monstruo del cine y en la aduana revisaban una y otra vez el pasaporte para certificar que no era un ser de otro mundo, un alíen disfrazado de humano.               

Mi hijo recibió con perfecta y explosiva alegría las inesperadas botas aztecas, pero una semana más tarde las cambió por unas menos mexicanas y solo quedó de toda esta historia la imagen de un nuevo y patético Frankestein subiendo y bajando de un aviòn y un cuento de motocross para contar.

Rodolfo Izaguirre

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